Soria Siglo XX

Soria de Ayer y Hoy (2016)

© Joaquín Alcalde

Símbolos de una época

La plaza de Abastos y su entorno comercial

Los fielatos de consumo de la capital

 

Símbolos de una época

Elaborar un inventario de las actuaciones encaminadas a suprimir los vestigios del régimen político anterior no resulta tarea fácil pues si algunas intervenciones han tenido notoriedad suficiente, la repercusión de otras en la opinión pública fue más bien escasa si es que no irrelevante

En una especie de arrebato, es decir, de la noche a la mañana, después de un montón de años sin que nadie hubiera dicho ni media palabra, o cuando menos sin mayor repercusión mediática, y eso que siempre estuvo bien a la vista, el ayuntamiento procedía a la retirada del busto del general Juan Yagüe ubicado en el jardín existente en la llamada plaza del Marqués de San Leonardo -título que le concedió el General Franco a título póstumo-, frente a la iglesia de la Barriada, por cierto, desde hace algún tiempo, esta última, la Barriada, sin el apellido de su artífice e impulsor, que fue el que promovió la actuación en los años cuarenta y supuso una revolución urbanística en la Soria de entonces. De este modo, siguiendo la argumentación del primer edil, se cumple con lo establecido por la Ley de la Memoria Histórica. No obstante, este último capítulo que acaba de escribirse de la historia moderna de la ciudad no es sino la continuación del que comenzara a pergeñarse en la transición democrática porque, bien es verdad que aunque cada vez menos, siguen dándose episodios como el de la escultura que nos ocupa u otros parecidos, que aún quedan.

Llevar a cabo, después de tantos años, un inventario de las actuaciones encaminadas a suprimir los vestigios del régimen político anterior no es trabajo fácil sobre todo si se pretende llevarlo a cabo con rigurosidad, pues si algunas intervenciones han tenido suficiente notoriedad otras, por el contrario, pasaron desapercibidas para el gran público, hasta el punto de que en bastantes casos resultan incluso desconocidas salvo para quienes estaban al tanto de lo que se cocía, como pudo ocurrir, por ejemplo, con la lápida adosada a una de las paredes del portal del Instituto –el actual Antonio Machado- en la que figuraban, con nombre y apellidos, los ex alumnos del centro muertos durante la Guerra Civil, que según todos los indicios fue desmontada en fechas inmediatas posteriores a la muerte de Franco. No mucho después, en el mes de septiembre de 1991, fue retirada la que desde mediados los años cuarenta estuvo colocada en la fachada principal de la Concatedral, que no en vano excedía los límites del colectivo estudiantil.

Sea como fuere, la realidad es que en muy corto espacio de tiempo la calle del General Mola –su denominación oficial a veces inducía a error- pasó a ser de nuevo el Collado; otro tanto sucedió con la plaza del Generalísimo, que recuperó el de Plaza Mayor. La misma suerte corrió, aunque en la práctica el cambio pasó inadvertido, el Paseo del General Yagüe, en realidad el primer tramo, el comprendido entre Marqués del Vadillo y el final del Museo Numantino, porque el siguiente era la calle Burgo de Osma hasta su confluencia con la avenida de Valladolid (ambos conforman, en la actualidad, el Paseo del Espolón). Todavía menor trascendencia tuvo la sustitución del nombre de la calle Almirante Carrero Blanco, en las inmediaciones de la Residencia Sanitaria de la Seguridad Social, por el originario de Paseo de Santa Bárbara, al final de la década de los ochenta. Aún con todo, pasado el furor inicial transcurrió bastante tiempo para que en una especie de oleada se produjeran nuevas actuaciones más o menos espaciadas que iban a afectar a lo estético de la ciudad pues suponían, ni más ni menos, que el desmontaje en el verano del año 1999 del monumento al General Yagüe, en la céntrica plaza de Mariano Granados, con el tripartito PSOE-ASI-IU recién instalado en el Consistorio, y exactamente cuatro años después, en noviembre de 2003, tras volver el PP al gobierno municipal, el erigido los Caídos, en el alto de la Dehesa, por más que hiciera ya tiempo que en virtud de un acuerdo plenario se hubiera decidido que la construcción fuera en memoria de todos los muertos en la Guerra y no sólo de los de un bando como había venido sucediendo hasta entonces.

Y, sin pretender agotar el listado, los casos más recientes, ya con la Ley de la Memoria Histórica en vigor, o quizá anticipándose a su aprobación, se dio el nombre de Avenida de los Duques de Soria a la que inicialmente y durante años fue de la Victoria; la Plaza de José Antonio –así llamada desde su nacimiento- ha pasado a ser de Odón Alonso, y la calle Alférez Provisional, de Bienvenido Calvo, en este último caso tras una agria controversia que estuvo en los medios aunque sin la aspereza con que se desarrolló entre bambalinas. Claro que habrá nombres y símbolos que por mucho empeño que se ponga para quitarlos de la circulación será únicamente el paso del tiempo el que acabe con ellos. Es el caso del grupo de viviendas (el de las fachadas pintadas de blanco) próximo al remodelado San Andrés que sigue siendo conocido como las Casas de Falange, del mismo modo que la Residencia Juvenil Antonio Machado no ha podido despojarse del de Casa de la Sección Femenina, su verdadero nombre de pila.

© Joaquín Alcalde

 

La Plaza de Abastos y su entorno comercial

Hasta el año 1914 en que fue construida la Plaza de Abastos los puestos de fruta y verduras solían instalarse en la céntrica de Herradores. Fue una de las grandes obras de una época en la que también se construyeron el Museo Numantino y la presa de la Elevadora en el Soto Playa. La inauguración del mercado de abastos, el 30 de junio, “martes a escuela” constituyó un acontecimiento, que se celebró por todo lo alto -de hecho las fiestas de San Juan de aquel año duraron una noche más-. Fue al anochecer; y  actuó la banda de música La Lira Numantina mientras se disparaban cohetes y bombas. De modo que el “nuevo centro de contratación”, como el oficialismo llamó a la Plaza de Abastos, se convirtió en la estrella de aquella pequeña ciudad, de aire provinciano. No obstante enseguida comenzó a cuestionarse la idoneidad de las instalaciones que presentaban notables deficiencias y se llegó a calificar de vergonzoso el estado del edificio, lo que obligó al consistorio a introducir determinadas mejoras encaminadas a proporcionar mayor comodidad a los industriales. En cualquier caso, con el paso del tiempo terminó adquiriendo una importancia comercial fuera de toda duda al concentrarse en el propio edificio y en el entorno más próximo una oferta lo suficientemente amplia y atractiva además de cómoda para efectuar la compra diaria, al estar todo a mano. Las razones del lento pero progresivo decaimiento de la actividad de la Plaza de Abastos habría que buscarlas en el crecimiento de la ciudad y la configuración de nuevos barrios pero, sobre todo, en la irreversible evolución de la sociedad de consumo y las costumbres impuestas por los nuevos tiempos que corrían si es que no por la falta de idoneidad de las instalaciones que se quedaron obsoletas por más del intento de alguna de las corporaciones de acomodarlas a las necesidades del momento. A este respecto se recuerda especialmente la profunda remodelación abordada en los años cincuenta que le dio el toque de modernidad que la ciudadanía venía demandando y otorgó al inmueble básicamente el aspecto que tuvo hasta su desaparición. Fue cuando, entre otras actuaciones, se cerraron los porches del edificio primitivo, se levantó el segundo piso y se construyó el sótano en el que se instalaron cámaras frigoríficas. El presupuesto total no llegó al millón de pesetas (6.000 euros).

En cualquier caso, los mejores momentos del mercado de abastos coincidieron con los años de penuria y del racionamiento, caracterizados por la escasez, que obligaba a las amas de casa a darse sus buenos madrugones, incluso en pleno invierno, para “coger la vez” en las casquerías si es que querían tener uno de los primeros números en las largas colas que se formaban como garantía de poder comprar a buen precio los productos de mayor consumo y por consiguiente más demandados, que eran los únicos que le permitían su modesta economía. Era la década de los cuarenta y cincuenta, cuando en la ciudad no existía más que el comercio tradicional, ubicado en un área muy concreta y próxima al mercado de abastos. Buena prueba de ello es que alrededor de la en tiempos llamada plaza Teatinos, y desde hace muchos años de Bernardo Robles, que así se denomina oficialmente, por más que rara vez se haga referencia a ella por su nombre de pila e incluso no falte quien tenga que pensarlo cuando quiere citarla según aparece en el callejero, se configuró un tejido comercial, si se emplea el lenguaje moderno, que acaso merezca la pena recordar.

Si se accedía a la Plaza de Abastos desde la calle Estudios y se recorría en el sentido inverso a las manecillas del reloj se encontraba uno con la tienda de tejidos de la esquina; a continuación la pollería cuyas plantas superiores eran viviendas y algunas puede que lo sigan siendo, y en el inmueble contiguo, en la actualidad una residencia de mayores, la imprenta Jodra en la planta baja, en tanto que las superiores se destinaban bien a domicilios particulares o a oficinas públicas, como fue el caso de la Inspección de Primera Enseñanza y Sección Administrativa (el germen de lo que se conoce hoy por Dirección Provincial de Educación) y tiempos después la Sociedad de Cazadores y Pescadores, cuando se trasladó desde las instalaciones que ocupaba en la Plaza Mayor. Al otro lado, una vez cruzada la plaza, la iglesia conventual de los Franciscanos, y en la acera de enfrente un viejo almacén dedicado a la venta de leñas y carbones, en el que tras su remodelación y ampliación con la incorporación de alguna dependencia del edificio de al lado estuvo funcionando el Colegio de la Presentación (en el argot soriano el de doña Carmen) –ahora de titularidad municipal-, ocupado por las Aulas de la Tercera Edad. Pegado a él, en esa misma acera, el almacén de frutas del “tio moro”, uno de los personajes más populares de entonces del mercado de abastos, seguido de otro edificio destinado a viviendas, con alguna oficina en la planta baja, que lindaba con la típica y añorada taberna Casa Félix –uno de los últimos establecimientos de este tipo que cerró-, acerca del que acaso no esté de más recordar que tenía la consideración de una especie de santuario al que acudía a diario una parroquia de configuración cuando menos un tanto compleja y de lo más variopinta.

Más adelante, la casa de los Jodra, en el rincón, la de las galerías y miradores –uno de los edificios emblemáticos de la ciudad de la época-, en cuyos bajos estuvieron las Destilerías Rivera, para pasar al edificio contiguo, en el que vivió el abad Gómez Santa Cruz, en principio dedicado en su totalidad a viviendas de particulares y con posterioridad a uso comercial, al menos en parte, y continuar hacia el adyacente que contaba con las plantas superiores igualmente destinadas a domicilios particulares mientras que en la baja funcionó temporalmente un despacho de pan pero sobre todo la tienda de ultramarinos conocida como “La bola de nieve”, uno de los comercios acreditados del ramo en el que podía encontrarse de todo lo que tuviera que ver con el sector. Al otro lado, cruzada la calle Estudios, en el inmueble que ocupa la Escuela de Idiomas, aunque sin el segundo piso, que se levantó bastante después, se encontraban instaladas las escuelas graduadas, las públicas para los sorianos del momento. Y si se seguía hacia abajo, en dirección a la plaza de San Blas y el Rosel, o sea, hacia el ensanche, a continuación se encontraba la pescadería del Severino Lafuente (“el Magín de la plaza”, para distinguirla de la que su familia tenía en el Collado) y muy cerca de ella, otra pescadería, la de León.

En todo caso, en las calles aledañas se encontraban abiertos bares como el Capitol, desaparecido hace muchos años, y el Burgalés, que cerró algún tiempo después, y establecimientos relacionados con el ramo de la alimentación, como pudiera ser el caso de la carnicería de Santiago Lérida, la tienda de ultramarinos que respondía al nombre comercial de “La oriental” y algo más abajo, aunque en la acera de enfrente, la de Pedro Beltrán, entre otros que se recuerden.

© Joaquín Alcalde

 

Los fielatos de consumo de la capital

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Durante al menos dos legislaturas municipales se estuvo hablando en la ciudad del mal llamado fielato -porque nunca lo fue-, al otro lado del puente de piedra saliendo de la ciudad hacia Zaragoza, después de que durante una buena temporada, acaso años, se estuvieran administrando  a los sorianos unas buenas raciones del tal inmueble, que como se verá más adelante fue otra cosa para nada relacionada con la actividad por la que se ha dado a conocer.

En Soria, como en las ciudades más importantes de España, estuvieron aplicándose durante gran parte del gobierno de Franco –aunque venían de bastante más antiguo- unas contribuciones que gravaban los productos alimenticios y bebidas que entraban a las ciudades para el consumo interior, como pudieran ser las frutas, frutos secos, bebidas alcohólicas y gaseosas, cereales, legumbres, pescados, conejos, aves y animales de corral por no alargar el listado.

Estas contribuciones –llamadas técnicamente derechos de consumo-, que tenían que satisfacerse igualmente por los productos que llegaban a las ciudades en los coches de línea de viajeros para el consumo de los ciudadanos, se pagaban en los llamados fielatos, una especie de aduanas domésticas, que no eran sino unos pequeños recintos habilitados para dar acogida al funcionario de servicio y poco más –en algún caso una simple garita-, ubicados estratégicamente a la entrada de las poblaciones que no dejaban de suponer una singularidad en la arquitectura urbana de la época desde los que se ejercía el control de acceso de los productos sujetos al pago de los aludidos derechos de consumo. Atendidos por un cuerpo de funcionarios dependientes del ayuntamiento conocido como de “consumeros”, en la práctica eran unos recaudadores municipales, investidos de autoridad, que por su condición de tal vestían uniforme.

Aquí, en la capital, hubo lógicamente varios fielatos y como será fácil de advertir no sólo el que malamente dicen del otro lado del puente de piedra –allí también hubo uno, pero en lugar diferente-; en realidad, tantos como accesos habituales a la ciudad, formando una especie de cerco, de manera que el núcleo urbano quedaba cerrado. Vamos a intentar hacer un breve recorrido por todos ellos.

Si se comienza por el Norte, en la actual calle de Las Casas, algo más abajo de la Prisión, en la pequeña zona de juegos infantiles, hubo uno, y otro, muy cerca de él, en la carretera de Logroño, frente a la muralla del Mirón, con lo que el control de entrada a la población por esa zona quedaba cubierto. Uno más en el Postiguillo, en la margen derecha del Duero, al final de la calle Nuestra Señora de Calatañazor. Si se gira en el sentido de las agujas del reloj se encontraría uno con el que hubo en el paseo de Valobos, junto al cementerio. Al Sur, en las inmediaciones del edificio de la Estación Vieja, el que controlaba el acceso a la ciudad por la carretera de Madrid. Y por el Oeste, uno al final del Paseo del Espolón –exactamente en la esquina de la calle de San Benito-, denominado “Fielato de Valladolid” que obligado por el ensanche de la ciudad no hubo más remedio que demoler al final de los años cuarenta para levantar otro de nueva planta a las afueras de la ciudad, entre la Avenida de Valladolid y la carretera de circunvalación que se encontraba en construcción con la pretensión de unirla con la estación del ferrocarril Soria-Cañuelo, es decir, en las proximidades de la Estación de Autobuses (enfrente, en parte del solar que ocupan las casas de los camineros), donde en la época estaban los viejos y destartalados cocherones de Obras Públicas. Se trata de la actual calle de Eduardo Saavedra, una de las travesías con más tránsito de vehículos devaluada por la chapuza que supuso hace unos años la construcción del paso subterráneo en su confluencia con el Camino de los Royales y la calle Marqués de Cerralbo, detrás del viejo Campo de Deportes, que no ha llegado a ofrecer la solución que se buscaba. Todavía hoy los más mayores siguen conociendo la oficialmente calle de Eduardo Saavedra por Carretera de Circunvalación, cuyo nombre, como será fácil suponer, tomó cuando se acometieron las obras de la variante de la ciudad y comenzó a configurarse como una calle más del casco urbano una de las vía rápidas, y casi única, de la ciudad, si no la que más.   Y se ha dejado intencionadamente para el final el fielato más famoso de la actualidad, el que jamás lo fue, que ha terminado convirtiéndose en lo que se ha dado en llamar pomposamente Centro de Recepción de Visitantes.

Se ha dicho en infinidad de ocasiones. Puede que fuera en la época del tripartito municipal que presidió la socialista Eloísa Álvarez, cuando un buen día se anunció a bombo y platillo la puesta a disposición del Ayuntamiento de Soria de una importante cantidad de dinero procedente de los fondos europeos que tenía que destinarse a obras de restauración de determinados edificios de la ciudad de valor arquitectónico o histórico. Entre ellos, uno pasado el puente de piedra, a la izquierda, saliendo de la ciudad, contiguo a los jardines de San Juan de Duero, del que con el mayor de los desparpajos, falta de rigor y desconocimiento de la ciudad y de su historia, el mandamás de turno encargado de hacer el anuncio no tuvo mejor ocurrencia que decir que se trataba del edificio del antiguo Fielato. Y la hizo buena, pues a la opinión pública soriana no le ha quedado otro remedio que cargar a cuestas con la cruz del Fielato, por más que por activa y por pasiva, y particularmente por quien esto firma, se haya dejado constancia reiterada de lo erróneo de la denominación, con independencia de las innumerables voces clamando poco menos que a voz en grito que a lo que desde el Ayuntamiento, y como consecuencia desde los medios, se está llamando con obstinación Fielato, hasta cansar y confundir a la opinión pública, jamás ha sido fielato.

El edificio ese, ya sin techo y prácticamente arruinado junto al monasterio de San Juan de Duero, rehabilitado por el municipio para darle uso, no es el antiguo fielato y sí en su día una dependencia de la fábrica de harinas cercana, en la que pudo leerse, hasta la rehabilitación del inmueble, en una de las fachadas laterales, la que linda con la carretera de Almajano, el siguiente texto: “almacén de grano de la fábrica de harinas” o algo parecido, pues el paso del tiempo había borrado casi en su totalidad la pintura de la inscripción. Es más, durante mucho tiempo la empresa propietaria de la aludida fábrica de harinas tuvo cedido el edificio al antiguo Servicio Nacional del Trigo, más tarde SENPA (Servicio Nacional de Productos Agrarios), que lo estuvo utilizando como granero junto a otros inmuebles próximos, hasta que al final de los sesenta –1967 en concreto- se construyó el silo que todavía está en pie.

Es cierto, no obstante, que en esa zona hubo en tiempos un fielato, de los grandes, no una garita sin más, pero enfrente mismo del que nos ocupa; dependencia que en tiempos pretéritos llegó a ser utilizada como colegio electoral en día de elecciones.

En cualquier caso. A las generaciones más mayores hablarles de fielato en esa zona de la ciudad les lleva, sin dudarlo un instante, al antiguo convento de San Agustín, antes de Mercenarios y originariamente hospital de niños expósitos, es decir, a un viejo edificio del XVI, cuyo último uso, bien avanzado ya el siglo pasado, fue el de viviendas particulares, en el que todavía puede verse el pequeño frontón de la fachada y la ventana en la planta baja desde la que el consumero vigilaba. El inmueble, de propiedad particular, desde hace años también deshabitado y en precario estado de conservación, se encuentra a este lado del puente, a la izquierda, si se sale de la ciudad, entre lo que fueron el bar del Augusto y la taberna La Alegría del Puente, en el que el aún joven pero ya famoso agustino y poeta, Fray Luís de León, fue lector de Gramática en el curso 1555-1556.

Pues bien, los fielatos puede que desaparecieran al final de los años cincuenta o comienzo de los sesenta al quedar abolida la obligación ineludible –si es que no funcionaba la picaresca, que de todo había, y algunos eran expertos acreditados- de satisfacer aquellas contribuciones o derechos de consumo y los funcionarios, los consumeros, pasaron a ocupar otros destinos dentro del organigrama municipal que nada tenían que ver con los que habían venido desempeñando.

© Joaquín Alcalde, Enero de 2016

 

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