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      Soria Siglo XX 
		
		Soria de Ayer y Hoy (3) 
      © 
      Joaquín Alcalde 
		
		 Refugios 
		antiaéreos 
		
		 40 
		años de Gala del Deporte 
		
		 Oficios 
		desaparecidos 
		
		 El 
		Mercadillo de los jueves 
		
		 La 
		costumbre del chateo 
		
      
      
		 (CLICK! 
		sobre las fotos para ampliarlas) 
		
        
		
		
		  
		
		
		Refugios antiaéreos 
		
      
      
		  
		  
		
      
		
		
		Durante 
		la Guerra Civil Española se construyeron en lugares estratégicos de la 
		ciudad diversos refugios contra aviones de bombardeo que durante décadas 
		formaron parte del decorado urbano, por más que el grado de deterioro de 
		las instalaciones fuera evidente y, en la mayoría de los casos, un serio 
		peligro desde el punto de vista de la seguridad ciudadana así como de 
		las más que deficientes condiciones higiénicas en que se hallaban con el 
		consiguiente riesgo para la salud. No hay más que rebobinar el disco 
		duro de la memoria que se diría en el lenguaje informático y echar un 
		vistazo a los periódicos de una larga etapa de la posguerra, que se 
		extendió en la práctica hasta comienzos de la década de los sesenta, 
		para advertir las reiteradas denuncias acerca del pésimo estado de 
		conservación en que se encontraban y los peligros que entrañaban 
		reclamando actuaciones, por lo general el tapiado de las puertas de 
		entrada, que atenuaran el riesgo cuando no, sin necesidad de ser 
		exhaustivos, el acceso de indigentes, que también solía darse. En 
		cualquier caso, la problemática del abandono no afectaba a ninguna de 
		estas construcciones en particular y sí, en la práctica, a todas ellas, 
		que habían corrido idéntico o muy semejante destino. Los refugios 
		–nombre común por el que se les identificaba en la calle- hacía ya 
		tiempo que formaban parte de una infraestructura obsoleta de la que 
		únicamente se aprovechaban, por decirlo de una manera gráfica, los 
		chicos más jóvenes de los barrios en que se encontraban ubicados para 
		cultivar su tiempo de ocio. 
		
		No resulta, sin embargo, tarea fácil reconstruir, al cabo de los años, 
		el inventario completo de este tipo de instalaciones que comenzaron a 
		erigirse a raíz de la constitución de la Junta Municipal de Defensa 
		Pasiva contra Aeronaves, a mediados del año 1937, como consecuencia de 
		un Decreto del Ministerio de Defensa. La información escrita más antigua 
		a la que se ha tenido acceso, relacionada con la construcción de los 
		refugios antiaéreos, la aporta el periódico Noticiero de Soria cuando en 
		la edición del lunes 17 de mayo de 1937 señala, cierto que de manera 
		testimonial, que “continúan con actividad las obras de los refugios 
		contra aviones de bombardeo en las Plazas Mayor, del Vergel, la Leña 
		(actual de Ramón y Cajal), etc.”. No obstante, a partir de la escasa 
		documentación oficial encontrada y de las esporádicas y, por lo general, 
		tradicionalmente difusas informaciones de los periódicos pero, sobre 
		todo, gracias a la memoria colectiva de la generación de sorianos que 
		los vio levantar y de quienes, siendo más jóvenes, llegaron todavía a 
		tiempo de conocer, ya en estado de abandono, este tipo 
		de construcciones, junto con la más bien escasa bibliografía, ha 
		sido posible recomponer el censo si no en su totalidad, sí de manera muy 
		aproximada, con un muy probable margen de error, fundamentalmente por 
		omisión, sin perder de vista las dificultades que entraña abordar tarea 
		semejante. En este propósito habría que añadir a los ya citados –en la 
		Plaza Mayor hubo dos, uno delante de la Casa Consistorial y el otro en 
		el conocido como rincón del armero-, sin seguir ningún orden ni criterio 
		a no ser el que surge a partir del recuerdo, el situado en el triángulo 
		de la calle Campo, donde se encuentra el edificio de Cultura de la 
		Junta, uno de los más grandes, al menos por su estructura exterior; el 
		de la plaza del Portillo, entre las calles Numancia y Puertas de Pro; el 
		de la calle de San Miguel de Montenegro, o lo que es lo mismo el 
		callejón de los Franciscanos, que comunica la plaza de Abastos y la 
		calle Doctrina; o el próximo a la iglesia de Nuestra Señora de la 
		Merced, en la calle de Santo Tomé, en la entonces denominada plaza del 
		Hospicio. Refugios construidos durante la Guerra Civil hubo también en 
		la calle Real, junto a las ruinas de San Nicolás; en la concatedral de 
		San Pedro, prácticamente pegado al claustro; al comienzo de la avenida 
		de Mariano Vicén, en las inmediaciones de la antigua estación de San 
		Francisco, en la fachada sur del edificio de la Junta de Castilla y 
		León; en el pasadizo que unía la calle de Los Mirandas con la de Postas, 
		junto al Colegio del Sagrado Corazón, y en el patio actual del Colegio 
		de La Arboleda, este último, curiosamente el único que se conserva 
		aunque sin posibilidad de acceder al interior ya que se encuentran 
		tapiados los dos accesos de que disponía, tanto el lateral que da a la 
		Travesía del Pozo Albar como el orientado a la Cuesta de la Dehesa 
		Serena y al patio actual del centro, que posibilitaban la entrada a un 
		espacio en forma de U, de unos 50 metros, con muros de hormigón y techo 
		adintelado, formado por tramos de railes de ferrocarril a modo de 
		travesaños. Los demás fueron demolidos a lo largo de los años cuarenta y 
		cincuenta e incluso al comienzo de los sesenta. El último fue el de San 
		Nicolás, bien entrada la década de los setenta, cuando se acometieron 
		las obras de restauración del monumento hoy reconvertido en espacio 
		cultural. 
      
		
		 © 
      Joaquín Alcalde, 2013 
      
		
		Publicado 
		DIARIO DE SORIA. 14-4-2013 
		
        
		  
		
      	40 años de gala del 
		deporte 
      
		
			
			La que puede considerarse 
		fiesta del deporte soriano traspasó desde sus comienzos los límites de 
		lo meramente deportivo adquiriendo una acusada dimensión social en el 
		contexto socio-político del momento. 
		 
      
		
		
      
      
      
		  
		  
		
      
		
		
		Este último jueves 
		se celebró una nueva edición de la Gala Provincial del Deporte, la gran 
		cita anual que desde hace años figura asentada en el calendario en torno 
		a quienes hacen de la práctica deportiva su motivo central. Es la fiesta 
		del deporte soriano que, como es bien sabido, trasciende de lo meramente 
		deportivo para adquirir una dimensión social que le viene prácticamente 
		desde los primeros tiempos cuando la convocatoria se producía 
		lógicamente en un contexto socio-político muy diferente, sea cualquiera 
		el ángulo desde el que se quiera contemplar. Eso sí,  siempre con los 
		deportistas como eje de la conmemoración. 
		
		Pero esta nueva 
		entrega de la Gala Provincial del Deporte, de la que todavía quedan los 
		ecos de una velada inolvidable, qué duda cabe que no ha sido una más. Ha 
		cumplido cuarenta años y como tal han querido conmemorarla los 
		periodistas deportivos sorianos. Porque, en efecto, a la convocatoria ha 
		respondido con su presencia en el auditorio del Centro Cultural del 
		Palacio de la Audiencia una muy amplia representación de la selecta 
		nómina de ganadores del premio absoluto que comienza con uno de los 
		grandes deportistas que ha dado esta tierra: José Luis Calvo Álvarez, y 
		cierra, por ahora, el jugador de voleibol Manolo Sevillano, otro de 
		nuestros cotizados valores, que ha sido el último en recibir el máximo 
		galardón, o sea el Premio Provincial del Deporte 2012. Entre medio, 
		muchas historias, una multitud de recuerdos e infinidad de vivencias que 
		son las que han dado lustre al evento.  
		
		Fue en el lejano 
		31 de enero de 1970 cuando comenzó a escribirse esta particular y, por 
		qué no, apasionante, historia del deporte soriano que al cabo de los 
		años continúa gozando de una excelente salud aunque haya tenido que 
		afrontar como buenamente ha podido alguna que otra situación embarazosa 
		hasta el extremo de peligrar seriamente en algún momento la continuidad 
		de la iniciativa. En cualquier caso, ninguna de la gravedad como la que 
		tuvo que superar al final de la década de los setenta y comienzos de los 
		ochenta cuando, transitando por un camino sembrado de incertidumbres y 
		dudas y, lo que fue más grave, sin saber el rumbo que podía tomar, 
		estuvo tres años sin celebrarse. Fue, con mucho, un periodo 
		especialmente delicado que supuso el final de una etapa y el comienzo de 
		una nueva trayectoria que más bien poco por no decir nada tenía que ver 
		con la que había venido tenido vigencia. 
		
		Puede que lo 
		hayamos dicho en alguna otra ocasión pero el hecho cierto es que 
		cuarenta y tantos años después sigue sin conocerse la verdadera génesis 
		–tampoco es que haya puesto demasiado empeño en investigarlo- de la que 
		siempre se ha conocido como Gala Provincial del Deporte aunque antaño y 
		durante bastante tiempo, hasta la transición democrática, se presentara 
		con la pompa de Acto de Exaltación Deportiva, que en realidad venía a 
		ser lo mismo. Pues, ciertamente, era la Junta Provincial de Educación 
		Física y Deportes la que la promovió y estuvo abanderando, además de 
		organizarla, durante un largo ciclo bajo el paraguas protector del 
		organismo del partido único que pretendía ejercer –bajo la presidencia 
		del Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento- si no el control 
		sí al menos adentrarse y tener presencia en un parcela tan apetitosa 
		como siempre ha sido el mundo del deporte y la práctica deportiva en 
		particular. Las convocatorias, cargadas de un fuerte simbolismo político 
		por más que no exentas de glamour al decir de hoy, solían tener lugar en 
		el Círculo Cultural Medina instalado en la planta baja de la recién 
		estrenada Casa de la Sección Femenina (la actual Residencia Juvenil 
		Antonio Machado) sita en el número 1 la plaza de José Antonio (ahora de 
		Odón Alonso). Su desarrollo obedecía a un guion estructurado desde la 
		rigidez de unas normas inamovibles que no experimentaban más cambios que 
		el del nombre de los galardonados, en cuyo “honor se servirá –se decía 
		en la invitación- un refrigerio a todos los asistentes, amenizado por el 
		conjunto musical de turno”, en ocasiones “Los Dueños del Mundo” o por 
		algún otro del momento, y poquito más. Lo que no variaba era el cierre 
		del “acto por el Excmo. Sr. Gobernador Civil y Jefe Provincial del 
		Movimiento, Presidente de la Junta [Provincial de Educación Física y 
		Deportes]” con una elaborada intervención que no es que suscitara 
		entusiasmo pero que había que tragar. El cambio, al menos de imagen, 
		llegó en los primeros años ochenta cuando ya en un momento político 
		diferente asumieron la responsabilidad de organizar y dar continuidad a 
		la Gala el periódico Campo Soriano (tras su desaparición tomó el relevo 
		Soria-Hogar y Pueblo, es decir, el actual DIARIO SORIA-EL MUNDO) y la 
		emisora Radio Cadena Española (más tarde Radio Nacional de España). 
		Desde el año 1997 es la Asociación Soriana de la Prensa Deportiva la 
		responsable. Cuarenta ediciones, con esta última, y cuarenta y tres años 
		desde la primera. La discordancia tiene explicación: entre 1980 y 1982 
		se produjo un parón propiciado por las dudas que planeaban en torno a la 
		gestión futura de las competencias tras la desaparición del régimen. 
		
      
      
      © 
      Joaquín Alcalde, 2013 
		
        
		
        
      
		
      	
      	Oficios 
		desaparecidos 
		
		
		El cambio de hábitos de la sociedad de 
		consumo y las nuevas tecnologías posibilitaron la desaparición de una 
		serie de oficios que además de ser parte integrante de nuestra cultura 
		constituían el medio de vida de los profesionales que los ejercían. 
		
		
		 Trabajar para 
		vivir  
		
		
		En estos 
		tiempos que corren, en realidad desde hace ya algunas décadas, 
		proliferan los mercados medievales y las ferias de artesanía. Unas 
		manifestaciones que van más allá de lo cultural, que es en el marco en 
		el que fundamentalmente nacieron, pero que a base de repetirse con una 
		precisa regularidad han dejado de suscitar, salvo en casos y situaciones 
		muy concretas, la expectación y, por qué no, el interés y la curiosidad 
		de los primeros momentos, cuando constituían una auténtica novedad. Era 
		una manera de presentar a la sociedad del momento una serie de oficios 
		artesanos –entendido el término en sentido amplio-, algunos en evolución 
		y otros hacía ya tiempo desaparecidos, que formaban parte de nuestras 
		costumbres y modos de vida y, para los sectores afectados, su medio de 
		subsistencia.  
		
      
		
      
      
      
		  
		  
		
		Antaño no 
		existían este tipo de manifestaciones, al menos con la ostentación y, si 
		se quiere, el ceremonial de ahora. Todo resultaba bastante más sencillo 
		y diferente, incluso más cutre, porque también las circunstancias eran 
		otras, y solían circunscribirse al mercado semanal de los jueves pero 
		sobre todo a las ferias de ganados de marzo y septiembre que era cuando 
		bajo su paraguas la práctica de bastantes de los oficios ya en desuso 
		emergían por imperativo de las necesidades propias de fechas tan 
		estratégicas. En cualquier caso, de buena parte de aquellas ocupaciones 
		que gracias a las ferias de artesanía y eventos similares pueden conocer 
		las generaciones modernas, queda poco más que el recuerdo. Se 
		desempeñaban en una especie de servicio a domicilio, sobre todo en el 
		ejercicio de las actividades más modestas, en las que lo único que 
		necesitaba quien se dedicaba al oficio era un conjunto de herramientas y 
		materiales de lo más básico, por utilizar una terminología al uso, con 
		los que poder desarrollar su tarea, porque el taller de operaciones lo 
		establecía en plena calle, a medida que le iba saliendo faena. De tal 
		manera que este abigarrado conjunto de individuos y actividades daba la 
		impresión de formar parte del paisaje urbano ofreciendo escenas 
		entrañables e irrepetibles. Puede que uno de los casos más singulares 
		fuera el de los estañadores, unos ambulantes que callejeaban a diario 
		por la ciudad con su vieja y cochambrosa caja de útiles a cuestas 
		voceando su presencia para conocimiento general de las mujeres del 
		barrio, que eran su mejor clientela. También en el buen tiempo y durante 
		los meses de verano no resultaba difícil encontrarse en cualquier rincón 
		de la población, por muy próximo que estuviera al centro, con el 
		colchonero vareando la lana para que se ahuecara y los colchones 
		pudieran recuperar su confortabilidad. Eran asimismo ambulantes los 
		traperos, unos tipos peculiares que compraban y vendían de todo y, si 
		era preciso, incluso retiraban a domicilio basuras y desechos, con los 
		que traficaban y se ganaban el sustento, vamos todo aquello que no iba 
		literalmente al carro de la basura pues no conviene perder la 
		perspectiva de que lo que ahora denominamos residuos sólidos urbanos se 
		recogía por este arcaico procedimiento, es decir, con un carro tirado 
		por una mula que mediante un servicio organizado recorría cada día las 
		calles de la capital. Un oficio que igualmente pasó a la historia fue el 
		de limpiabotas;  quienes se dedicaban a él solían tener recorrido y 
		clientela fijos y, los más considerados, puesto estable en los cafés y 
		bares de mayor reputación. Pues bien, este variado conjunto de 
		personajes, o la mayoría de quienes ejercían las tareas, eran 
		suficientemente conocidos en la capital no tanto por su nombre de pila 
		como por su alias, que por lo general solía hacer referencia a la 
		ocupación que desempeñaban pero que, en definitiva, venía a añadir una 
		nota de tipismo a las de por sí actividades singulares que vistas desde 
		la perspectiva actual da la impresión de rozar fantástico si es que no 
		lo irreal.  
		
      
		
      
      
      
		  
		  
		
		En este 
		apresurado recorrido por los oficios y/o profesiones desaparecidas no 
		puede, ni debe, omitirse por ejemplo el de los mozos de cuerda, aquellos 
		hombres serviciales que con una carretilla de mano como toda herramienta 
		de trabajo atendían solícitos a los viajeros que llegaban a la ciudad en 
		los anticuados coches de línea y, si lo hacían en tren, a la 
		desaparecida Estación Vieja, trasladándoles el equipaje a su punto de 
		destino mediante el cobro, según tarifa autorizada por el ayuntamiento, 
		de una pequeña –casi simbólica- cantidad de dinero que ya entonces 
		resultaba irrisoria, por más que al final de la jornada hubieran logrado 
		reunir una suma nada despreciable para lo que era habitual en la época. 
		El listado daría, obviamente, para otros muchos. Queden, no obstante, 
		como testimonio de oficios desaparecidos, o escasamente practicados, el 
		de herrador, segador, esquilador, carbonero y carretero, del mismo modo 
		que los de herrero, sacristán, guarnicionero, sillero, santero, 
		lavandera, pregonero, consumero, sereno, guardia de circulación y 
		churrero, por citar algunos. 
		
		         
		 
      
      
      © 
      Joaquín Alcalde 
		
      (Publicado en Diario de 
		Soria-El Mundo el 27.11.2011) 
      
      
        
		
        
      
      
		
      	El Mercadillo de 
		los jueves  
		
		Con una 
		oferta de lo más variada y singular, surgió a mediados de los años 
		sesenta al abrigo del tradicional mercado semanal 
		
		Siempre se ha dicho que los sorianos son, somos, de costumbres fijas. 
		Tan es así que durante muchísimos años, según cuentan los más mayores, 
		parafraseando lo que ha terminado por convertirse en moneda de uso en 
		cualquier conversación que siempre deriva en lo local, en Soria capital 
		se estuvo celebrando el tradicional mercado semanal de los jueves, 
		antaño con notable concurrencia, pero desaparecido hace ya algunas 
		décadas, la misma suerte que había corrido antes el de cereales en la 
		Plaza Mayor que intentó recuperar, con poco éxito porque enseguida dejó 
		de funcionar y cuando lo hizo fue con no demasiada concurrencia, uno de 
		los ayuntamientos de la época allá por los años cincuenta del siglo 
		pasado. 
		
		
      
      
      
		  
		  
		
		De aquel 
		mercado semanal de los jueves, el de siempre, que supervivió en 
		decadencia al del grano, queda como testimonio poco más que una mayor 
		afluencia que de ordinario a la Plaza de Abastos de vendedores -y por lo 
		tanto de compradores- de frutas y verduras, casi en su mayoría, amén que 
		de algún que otro ambulante, y naturalmente esa reunión de gentes 
		llegadas de nuestros pueblos que se instalan en torno al mediodía en las 
		inmediaciones del Torcuato como queriendo dejar constancia de que, pese 
		al transcurrir del tiempo y que la convocatoria se encuentre desde hace 
		tiempo desnaturalizada, se resisten a abandonar la vieja costumbre de 
		desplazarse cada jueves a la capital como si de un ritual más de su 
		acontecer diario se tratara; tertulia que cuando la meteorología se 
		torna más rigurosa –en los meses de invierno- se traslada a la solana de 
		la Plaza de San Esteban, delante de la farmacia de Carrascosa, y 
		 últimamente y casi como norma de obligado cumplimiento a uno de los 
		bares del final de la calle Marqués de Vadillo, frente a la Plaza de 
		Herradores, donde los contertulios se encuentran a cubierto de cualquier 
		inclemencia. Es una de las escasas estampas entrañables que queda de la 
		Soria provinciana de una época ya lejana y desconocida para una mayoría 
		importante, que goza de la general complacencia y es, de hecho, una de 
		las referencias de las mañanas de los jueves sorianos, por más que de 
		vez en cuando todavía se pueda seguir escuchando algún que otro lamento 
		–a veces airado-, en clave de queja, de quien o quienes, sin duda ajenos 
		a la realidad pero sobre todo desconocedores de las costumbres de las 
		gentes de esta tierra, abominan de la imagen que proyecta la ciudad en 
		lugar tan céntrico y transitado como es El Collado -en jueves puntuales 
		del año un auténtico hervidero-, que suele llamar la atención de los 
		ocasionales visitantes. 
		
		
      
      
      
		  
		  
		
		Sin 
		embargo, los tiempos modernos trajeron nuevos modos de vida de la 
		sociedad soriana. De manera que, por ejemplo, el mercadillo semanal, esa 
		especie de rastrillo que funciona también los jueves detrás de la Plaza 
		de Abastos y más concretamente en la calle Doctrina, la Plaza del Carmen 
		y la calle Aguirre, frente al Palacio de los Condes de Gómara, puede que 
		surgiera al socaire del mercado de siempre con una oferta de lo más 
		variada que pueda uno imaginarse. De todos modos no resulta ciertamente 
		tarea fácil situar la fecha exacta en que comenzó a funcionar, aunque 
		bien pudiera ser al inicio de la década de los setenta. En el mercadillo 
		se vende de todo. Desde baratijas en el sentido más amplio –o sea 
		relojes y monederos-, hasta marcas modernas de calzado; desde productos 
		de floristería hasta ropa de caballero, y desde CDs (discos compactos) 
		hasta lencería. Por eso no resulta extraño que compartan espacio y se 
		encuentren en el obligado recorrido por los tenderetes, el ama de casa 
		de toda la vida, el ejecutivo, el jubilado como fórmula que no 
		desaprovecha para matar un buen rato del abundante tiempo libre de que 
		dispone, la funcionaria –de cualquier cuerpo y escala - que acostumbra a 
		sacrificar el tiempo del café para buscar lo que necesita con urgencia, 
		despistados que terminan encontrándose después de mucho tiempo sin verse 
		y, en general, todo aquél o aquélla sin otra ocupación la mañana del 
		jueves que la de merodear por el entorno, es decir, el mero curioso que 
		cunde y se le nota lo suyo. Es un verdadero rastrillo, semejante al que 
		también con periodicidad semanal se instala en otros muchos pueblos y 
		ciudades españolas, en el que puede encontrarse de todo y a veces 
		desaparezca también algún que otro monedero, según el boca a boca de la 
		ciudad que tan bien funciona, propiciado sin duda por la notable y 
		diversa concurrencia que se produce en el entorno. 
		
		De modo 
		que el popular mercadillo hace tiempo que quedó asociado a la cultura 
		soriana de los jueves. Puede que surgiera cuando de manera incipiente se 
		instalaran, mediados los años sesenta, unos puestos de baratijas y 
		plásticos -en medio del beneplácito general, que no escatimó elogios 
		públicos por la iniciativa- como complemento del tradicional mercado 
		semanal en las inmediaciones de la Plaza de Abastos, concretamente en la 
		del Vergel, y eventualmente en la calle Tejera, casi siempre las 
		vísperas de la Semana Santa donde se ofrecía al público el tradicional 
		romero para las celebraciones del Domingo de Ramos. Más tarde, cuando la 
		concurrencia de vendedores y compradores fue mayor, comenzaron los 
		problemas de circulación en la zona y las protestas no sólo de los 
		vecinos sino también de la Cámara de Comercio y de los comerciantes que 
		abogaban por trasladarlo a la zona del Paseo de Sa Francisco y la calle 
		de Santa Luisa de Marillac, la que va desde la Biblioteca Pública hasta 
		la antigua escuela de Magisterio, bastante alejada, en cualquier caso, 
		de los circuitos comerciales al uso de la ciudad y en proceso incipiente 
		de adquirir la configuración que tiene hoy.  El malestar de unos y otros 
		terminó como no podía ser de otra forma en el ayuntamiento, al que no le 
		quedó otro remedio que acordar el traslado en un pleno “soporífero de 
		casi cuatro horas de duración” en el que “se expusieron argumentos para 
		todos los gustos”, dijo el periódico Soria-Hogar y Pueblo, desde los que 
		según el grupo socialista se podría molestar a los usuarios de la 
		biblioteca, que la construcción de nuevos edificios en el entorno iba a 
		ocasionar molestias y que, en fin, el tráfico de la zona iba a 
		reestructurarse en un futuro inmediato, hasta los que como mantenían los 
		concejales centristas “por un día que no se pueda leer no pasa nada”, 
		que espetó un conocido edil; “lo mejor es no adelantar acontecimientos”, 
		fue la razón esgrimida por el alcalde en referencia al tráfico; o que 
		hay que “proteger al comercio soriano que emplea a dos mil personas”, 
		añadió otro munícipe del grupo mayoritario del consistorio. 
		
		El hecho 
		cierto es que el cambio de ubicación no tenía vuelta atrás y salió, por 
		lo tanto, adelante, con los votos en contra de los socialistas, aunque 
		bien es verdad que tuvo que pasar casi un año para que el cambio de 
		ubicación fuera efectivo, no sin que, una vez materializado, se 
		produjera, como era de esperar, el rechazo tanto de vendedores como de 
		usuarios que se concretó en una reclamación escrita ante el 
		ayuntamiento, exponiendo sus razones que pasaban por considerar que la 
		zona se hallaba “alejada del centro de la ciudad” y “ser fría y 
		anticomercial”, además de subrayar las pérdidas económicas que suponía 
		para el propio mercado de Abastos y la incomodidad para las amas de casa 
		a la hora de hacer la compra semanal. Pero al mismo tiempo proponían 
		varias zonas de la ciudad en las que podría ubicarse como los arcos y el 
		descampado existente entonces junto a la plaza de toros,  el Espolón, la 
		avenida de la Victoria (hoy Duques de Soria), la plaza de los Condes de 
		Lérida (frente a Santo Domingo) y la calle de la Doctrina hasta el 
		puente del Palacio de los Condes de Gómara. 
		
		No 
		obstante, tuvieron que transcurrir tres años más para que la corporación 
		municipal se planteara la reubicación del mercadillo de los jueves. Fue 
		en el pleno del mes de marzo del año 1984 cuando el ayuntamiento votó el 
		dictamen de la Comisión de Urbanismo para la nueva ubicación en la zona 
		que configuraban las calles de la Doctrina, San Miguel de Montenegro, 
		Aguirre y Plaza de Ramón Ayllón, la del Carmen, es decir, la que ocupa, 
		abandonando la próxima a la dehesa. Ello no obstante, no fue obstáculo 
		para que un mes después los vendedores se declarasen en huelga ante la 
		demora del consistorio en hacer efectivo el acuerdo, al estimar que las 
		condiciones impuestas por el ayuntamiento eran especialmente duras, pues 
		se pretendía reducir drásticamente el número de puestos para vendedores 
		además de subir los impuestos y de reducir los metros cuadrados de 
		ocupación y de fijar un horario que estimaron poco flexible de manera 
		que el que a las ocho de la mañana no tuviera montado el tenderete no 
		podría vender ese día. Desde sus inicios hasta hoy han transcurrido casi 
		cuarenta años. Y de la poco más de una docena de vendedores de los 
		inicios a la proliferación del momento. 
      
      © 
      Joaquín Alcalde 
		(Publicado en Diario de 
		Soria-El Mundo el 13.01.2008) 
		
      
        
		
        
      
      
      La costumbre del chateo
		
		La 
		práctica, socialmente muy arraigada de manera especial entre la clase 
		trabajadora, tuvo su razón de ser y su pujanza durante toda una época  
		
		
      
      
      
		  
		  
		
		
		
		La palabra chateo se entiende hoy casi 
		exclusivamente en el contexto del lenguaje 
		informático. Las generaciones jóvenes, sobre todo, saben bastante de 
		ello. En tiempos, no. Entre otras cosas porque no sólo no se conocía la 
		informática sino que ni siquiera se tenía noticia de ella. El sentido 
		era radicalmente diferente. No tenía nada que ver con el que ahora se le 
		da. Chatear, hasta no hace muchos años, era ni más ni menos que hacer la 
		ronda alternando. Una costumbre socialmente muy arraigada de manera 
		especial entre las clases trabajadoras que tuvo su razón de ser y su 
		pujanza durante toda una época. Bien es verdad que las costumbres eran 
		distintas, la jornada laboral se desarrollaba de otra manera y había 
		tiempo para todo. Tomar un chato -un vino se dice hoy- era una de esas 
		costumbres de la pequeña ciudad
		que teñían el rutinario panorama urbano de 
		un colorido especial. 
		
		Ya 
		entonces se decía que había demasiados bares en Soria en relación con el 
		número de habitantes censados y, en definitiva, potenciales consumidores 
		con que contaban. Pero el hecho cierto es que, al menos ese era el 
		sentir de la calle, siempre se dijo que los dueños de todos vivían. La 
		mayoría de ellos tenía clientela fija, que variaba según se tratara de 
		una u otra hora del día pues lógicamente no era desde luego la misma la 
		de media mañana, que prácticamente no existía, ya que lo de los veinte 
		minutos –hoy reglamentariamente cuando menos media hora- para el 
		desayuno no contaba con el respaldo de la legalidad que terminó por 
		otorgarle una realidad evidente, que la de las primeras horas de la 
		tarde. 
		
		No había 
		disco-bares, pubs, bares de copas, güisquerías, ..., ni por supuesto esa 
		retahíla de locales dedicados a la hostelería de rara cuando no pomposa 
		y extravagante denominación genérica que responde, sin duda, a las modas 
		de una época y en un contexto determinados, sin que todavía nadie haya 
		sido capaz de establecer con criterio la diferencia que pueda existir 
		entre uno y otros. Antaño se trataba sencillamente de bares, algunos 
		cafés-bares se decía, porque los locales donde únicamente se servía café 
		eran una especie extinguida hacía ya tiempo, y tabernas que era por lo 
		general donde verdaderamente la gente se reunía y alternaba. 
		
		En el 
		centro, en la plaza de San Clemente, surgió una zona de bares, por 
		cierto, desde hace ya bastantes años en proceso de declive, por más de 
		los continuados intentos de revitalizarla, que tomó el nombre de Tubo, 
		sin duda por la angostura del entorno y puede que por mimetismo con la 
		que con notable prosperidad venía funcionando en el centro de Zaragoza. 
		Fue a partir del derribo a comienzos de los años cincuenta del siglo 
		pasado de la iglesia que había el fondo para construir sobre su solar el 
		edificio que necesitó construir la Telefónica, hoy desocupado y de 
		propiedad particular, al establecer el servicio automático. De modo que 
		en tan reducido espacio urbano fueron apareciendo bares con la misma 
		facilidad que las setas en temporada propicia, al extremo de que no hubo 
		local en planta baja grande o pequeño que tuviera la condición de tal 
		que quedara a salvo de ser reconvertido. En un abrir y cerrar de ojos 
		–es un decir- fueron surgiendo sucesivamente, el Caribe, el Brasil, el 
		Poli y el Pacho, en tanto que enfrente abrieron el Bambi, el Patata y el 
		Iruña, este último ya en la plaza de San Clemente, si por el lado 
		izquierdo se accede a la calleja desde el tramo final de El Collado 
		antes de concluir en Marqués del Vadillo. La oferta la completaba el 
		Buja, situado enfrente, en la Aduana Vieja, en el mismo local que con 
		otro nombre y denominación continúa abierto en la actualidad. 
		
		Bien, 
		pues todos ellos, sin que se quedase de visitar ninguno salvo rara 
		excepción, para la que siempre sobraba justificación, los recorrían cada 
		mediodía nada más concluir el turno laboral de la mañana las mismas 
		cuadrillas de amigos. La de El Pichi y El Fisca, la de los Fletas, y la 
		del Pablo Caballero y el Antonio de Blas El Macheta eran algunas de las 
		más conocidas y habituales entre otras muchas. Pero en todo caso, el 
		tiempo se aprovechaba al máximo y nadie se detenía en cada una de las 
		estaciones –se entiende en el contexto- más de lo estrictamente 
		necesario porque a las tres había que enganchar de nuevo y antes había 
		que comer. Si no, mala cosa. 
		
		Al caer 
		la tarde, una vez terminada la jornada, solían volver sobre el mismo 
		itinerario. Y como ya no había premuras que valieran, no faltaba quien 
		alargaba la ruta y acudía también a La Cierva y al Aquí Te Espero, los 
		dos en las Puertas de Pro, para terminar en el Apolonia, en la plaza de 
		Herradores, y en La Oficina, al comienzo de la calle Numancia, luego de 
		entrar en el Lázaro, que era paso obligado. Así es que al final del día 
		el cupo de peleón, que por tratarse del más barato era el que 
		preferentemente se trasegaba, tenía su importancia, aunque sin llegar a 
		producir los efectos que cabía suponer dado lo ingerido, porque cada 
		cual sabía perfectamente hasta donde podía llegar y tenía la lucidez 
		suficiente para retirarse a tiempo y que la cosa quedara ahí. 
		
		El 
		ensanche de la ciudad trajo consigo que la zona se ampliara a lo que 
		entonces se dio por llamar Tubo Ancho, para diferenciarlo del otro, el 
		de la plaza de San Clemente y alrededores, que no era sino la calle 
		Vicente Tutor. En ella, en las inmediaciones del Tubo Ancho, comenzaron 
		a proliferar también, puede que al socaire del moderno edificio de los 
		sindicatos que había sustituido a las destartaladas instalaciones del 
		Palacio de los Condes de Gómara, los bares de chateo, en realidad los 
		que siguen hoy (Cisne -actual Parrita-, Dorado, Bodegón, Palafox y 
		Montico, acaso falte alguno y se hayan incorporado otros), pero 
		ciertamente entre las prisas del personal, sobre todo al mediodía, y que 
		no quedaba tan a mano, la realidad es que no llegó a adquirir las señas 
		de identidad del que hoy, después de muchos años, sigue siendo El Tubo a 
		secas y todo el mundo conoce. 
		
		En 
		cualquier caso, el alternar chateando tenía otra variante, también 
		perdida, pero no por ello menos enraizada entre las clases de condición 
		más modesta. Consistía ni más ni menos que en acudir a la taberna o 
		tasca, que de las dos maneras se llamaban, por la tarde, una vez dejado 
		el trabajo, para con la excusa de "echar un bocao" dar buena cuenta del 
		"porroncillo" y en ocasiones "porrón" si el grupo era más numeroso o 
		simplemente si se trataba de día de cobro, que también se dejaba notar. 
		El “bocao”, que cada cual llevaba desde casa por aquello de la economía 
		familiar, podía ser una ensalada de chicharrillo en escabeche de barril 
		de madera, de los que tarde en tarde todavía se ven en alguno de los 
		escasos comercios de la época que quedan, a la que se añadía cuanto más 
		tomate mejor, bien de cebolla y ajo abundante, o simplemente un arenque 
		de los que venían en cajas redondas de madera y se limpiaban con papel 
		de estraza que por su alto grado de salazón invitaban a la ingestión de 
		una mayor dosis de tintorro con las consecuencias que de ello pudieran 
		derivarse que, en ocasiones, efectivamente, se producían. Los que tenían 
		trabajo fijo y como consecuencia mayo poder adquisitivo se podían 
		permitir el lujo de meterse entre pecho y espalda hasta una cabecilla 
		asada o una ración de lo que fuera, por lo general productos de 
		casquería como callos, morreras o similar. 
		
		El 
		Rangil y el Morcilla, enfrente el uno del otro, en la zona del Ferial; 
		la Taberna del Agujero, muy próxima a los dos, aunque cerrada mucho 
		antes; el Ventorro antiguo, casi en las afueras de la ciudad, muy 
		cerca del actual aunque en local diferente, al que acudían mayormente 
		los ferroviarios; el Mandarria, en la calle Real; el Augusto y la 
		Alegría del Puente, a la entrada del puente de piedra saliendo de la 
		ciudad, y Casa Félix en la plaza de Abastos, uno de los últimos 
		establecimientos de este tipo en desaparecer, eran algunos de los que 
		funcionaban y tenían más éxito y clientela. La parroquia de todos ellos
		era en verdad de lo más 
		singular y heterogénea. Predominaba la clase 
		obrera, aunque también acudían otro tipo de individuos pudiera decirse 
		que de consideración social superior, que  aparcaban en la calle. De 
		modo que en tan cutres establecimientos alternaban, y compartían por 
		supuesto mesa y como no podía ser de otra manera también tertulia, 
		merienda y porrón, el albañil y el funcionario, el limpiabotas y el 
		maestro, el zapatero remendón y el secretario del gobernador, el 
		matarife y el representante de comercio, el mozo de cuerda y el policía 
		secreta, el oficinista y el enterrador, el empleado de consumos y el 
		señorito, y, en fin, el mecánico y el trapero por ejemplo, sin ningún 
		tipo de jerarquía que valiera. Era, por otra parte, la única manera de 
		dar contenido al tiempo libre al mucho de que se disponía entonces en 
		una época en la que la palabra ocio era casi hasta una perversión pues 
		no en balde se encontraba en el vocabulario de muy pocos, y desde luego 
		no en el de esta gente de la que se está hablando, con el riesgo que 
		suponía salir, como solía suceder a menudo, bien colocao si por 
		lo que fuera la velada se prolongaba más de la cuenta. 
      
		
		  © 
      Joaquín Alcalde 
		
      
      	(Publicado en Diario de 
		Soria-El Mundo el 8 de julio de 2007)
      
      
        
		
		
        
      
		
        
		
		
			
			 
			
		
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