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      Soria Siglo XX 
		
		Soria de Ayer y Hoy (4) 
      © 
      Joaquín Alcalde 
		
		 El 
		Tubo ancho 
		
		 El 
		entorno de la plaza de toros 
		
		 Firmas 
		de toda la vida 
		
		 Vestir 
		a medida 
		
		 Sorianadas 
		(I) 
		
      
      
		 (CLICK! 
		sobre las fotos para ampliarlas) 
		
        
		
        
		
		
		
		El Tubo ancho 
		
      
		
		
			
			Al comienzo de los sesenta surge una 
			nueva zona de ocio en parte de lo que había sido el Campo del Ferial 
			como alternativa a la que venía funcionando y estaba consolidada en 
			la plaza de san Clemente y alrededores. 
			
			
			  
      
		  
		 
		
      
		
		No hace mucho el 
		bar Parrita anunciaba su cierre después de más de cuarenta años de 
		actividad. Con él, y con quien lo ha estado regentando, se cierra una 
		etapa importante en la historia reciente de este tipo de 
		establecimientos de la ciudad. Un local que entre otras muchas cosas 
		será especialmente recordado tanto por los aficionados al mundo de los 
		toros como por los seguidores del ciclismo, según veremos más adelante, 
		pues con independencia, o acaso por ello, de la tradición de que siempre 
		hizo gala en él tuvo su sede durante una década la Peña Taurina Soriana. 
		En este sentido, y para que no se quede nada el camino, quizá no esté 
		demás señalar que antes de tomar la denominación con la que ha cerrado, 
		el que hemos conocido como Parrita abrió, también como bar, en los 
		primeros años sesenta con el nombre de El Cisne, regentado por la 
		familia Hergueta, el señor Narciso y su mujer la señora Marcelina (luego 
		alguno de sus hijos). En él fijó su sede el Club Ciclista Soriano tras 
		su fundación en 1964 y allí estuvo hasta que se produjo el cambio de 
		titularidad y de nombre el negocio. Fue la época en que en la zona 
		comenzaron a abrir varios, la mayoría, si es que no todos los locales 
		que continúan con actividad, de tal manera que terminó por configurarse 
		en torno a ellos un nuevo espacio de alterne que tomó el nombre de “tubo 
		ancho” otorgado por la sabiduría popular como alternativa y para 
		distinguirlo del otro “tubo”, el tradicional, que ya llevaba tiempo 
		funcionando con notable éxito y, por tanto, se encontraba consolidado 
		hasta el punto de constituir una de las señas de identidad de aquella 
		Soria que comenzaba a evolucionar en lo urbanístico y en las costumbres 
		de sus gentes. 
		
      
      
      
		  
		  
		
		Al final de la 
		década de los cuarenta y comienzos de los cincuenta la corporación 
		municipal que regía los destinos del consistorio capitalino abordó uno 
		de los grandes y más ambiciosos proyectos de la época pues –lo decíamos 
		el domingo pasado-  sacaba a pública subasta todas y cada una de las 
		parcelas en que había sido dividido el Campo del Ferial. De manera que 
		en no muchos años se procedía a la ordenación de la zona. Nacieron 
		nuevas calles como la de Vicente Tutor y Mesta -algo más tarde la de 
		Sagunto-, que constituyeron el eje del desarrollo, al menos en los 
		primeros momentos; se reordenaron y ampliaron otras como las del Campo y 
		Tejera, y, en general, el entorno pasó de ofrecer una imagen que se 
		asemejaba más a lo rural a convertirse en un nuevo, moderno y emergente 
		espacio urbano que comenzó a subir como a espuma y tuvo en la Casa 
		Sindical un empujón importante. En definitiva, enseguida surgieron las 
		primeras edificaciones y a articularse a su alrededor un tejido 
		comercial y de servicios que se dice hoy en el que comenzaron a 
		proliferar locales del ramo de la hostelería –bares- hasta el punto de 
		constituir en su conjunto una alternativa respecto de los que habían 
		venido funcionando en la plaza de san Clemente y proximidades. En este 
		contexto fueron abriendo sucesivamente, acaso no por el orden en que se 
		van a citar -la tarea de pretender hacerlo por rigurosa antigüedad se 
		antoja de entrada complicado- el bar Madrid, luego Palafox, en el bajo 
		del edificio –el primero en construirse en la zona- conocido como de la 
		Termo Sanitaria, pues ciertamente en él se ubicó uno de los primeros 
		establecimientos de la ciudad dedicado a la venta de material y 
		mobiliario higiénico-sanitario, en el que con anterioridad funcionó 
		primero un salón para jugar al billar y a los futbolines y luego un 
		concesionario de automóviles. Por entonces también abrieron, cuando el 
		alternar más que una costumbre era un rito del que raramente se 
		prescindía, el Dorado, contiguo al que acaba mencionarse, y en la misma 
		calle de Manuel Vicente Tutor el ya citado Cisne, el Montico, algo más 
		tarde el Argentina, el Bodegón Riojano, muy cerca el Mónaco, y al fondo 
		de la calle el Pelayo; completaba el circuito el Garrido, en el que cada 
		jueves poco después del mediodía tenía lugar una tertulia de lo más 
		plural y abierta que pueda imaginarse, tanto por su composición como por 
		los contenidos que debatían los contertulios, en la que tomaba parte un 
		grupo variopinto donde lo hubiera formado por personajes de la más 
		diversa procedencia que se movían en el mundo de la cultura, la 
		intelectualidad, la política, la poesía, la erudición, el periodismo, la 
		literatura, los sindicatos y, para no extendernos, de la sociedad en 
		general, de muy desigual ideología. Fueron, sin duda, los mejores años 
		del “tubo ancho” que lejos de limitar su ámbito geográfico a la calle 
		que lleva por nombre el del insigne abogado agredeño Manuel Vicente 
		Tutor extendía su área de influencia al Kansas, en la trasera, la de 
		Sagunto; a la del Campo donde el David y el Pérez eran el complemento lo 
		mismo que el Alcázar en la plaza del Salvador, y saliéndose de la zona 
		propiamente dicha el Negresco junto a las tabernas del Rangil y el 
		Morcilla, los tres en la calle Ferial, porque el Diana, el Sol y el del 
		Abdón Morales hacía tiempo que habían cerrado. 
      
		
		 © 
      Joaquín Alcalde, 2014 
      
		
      
      
        
		
		
		  
		
		
		El entorno de la plaza de toros 
		
      
		
		
			
			Ordenado urbanísticamente el Campo 
			del Ferial, la ciudad comenzó a extenderse hacia las eras de Santa 
			Bárbara en las que algunos agricultores aún trillaban y efectuaban 
			las tareas de la recolección. 
		 
		
		
      
      
      
		  
		  
		
		
      
		
		Era a finales de 
		los años cuarenta y comienzo de los cincuenta cuando el ayuntamiento de 
		la ciudad, siendo alcalde el ingeniero de Obras Públicas Mariano Íñiguez 
		García, una de las figuras clave de la sociedad soriana de la época, 
		acordó sacar a subasta los solares del campo del Ferial que a corto 
		plazo iba a suponer la ordenación de la zona y sus inmediaciones. Hasta 
		ese momento, el mercado de cochinos de los jueves se ubicaba en la parte 
		baja, detrás de Correos, aunque entre las previsiones de desarrollo se 
		buscaba un nuevo emplazamiento en Las Pedrizas mediante la construcción 
		de una instalación fija que no llegó a convertirse en realidad por más 
		de los intentos desplegados a través de varios ámbitos y de que durante 
		algún tiempo estuviera funcionando junto al emblemático monumento a los 
		Héroes de la Independencia, la picota para los sorianos, a la entrada de 
		las eras de Santa Bárbara, algo más arriba de donde se encuentra ahora. 
		 
		
		Los numerosos e interminables rebaños de merinas tanto en la primavera 
		cuando subían a la sierra como a su regreso a los pastos de invierno en 
		fechas próximas a los Santos hacían noche en la que en el callejero es 
		la plaza del Rey Sabio, para situarnos, en la plazoleta de las traseras 
		de Correos, cuando la calle Sagunto no existía como tal, pues se 
		encontraba todavía en proyecto e incluso sin nombre, que tomó algunos 
		años después. En el entorno, algo más arriba, ya en las proximidades de 
		la calle Tejera, donde está el edificio de Cultura, inicialmente pensado 
		para Casa del Movimiento, se establecía más que el ferial de ganados 
		propiamente dicho una especie de rastrillo en el que se vendía de todo: 
		desde aperos para el ganado hasta fruta de temporada y trastos viejos, 
		sin que faltaran los inolvidables e irrepetibles charlatanes, una figura 
		que no faltaba en cualquier feria que se preciara. 
		
		Decíamos, que 
		parcelado y ordenado urbanísticamente el Campo del Ferial, la ciudad 
		comenzó a desarrollarse en torno a él y a extenderse hacia el norte, en 
		una amplia franja, incluida las eras de Santa Bárbara, en las que 
		algunos agricultores todavía trillaban y llevaban a cabo las tareas de 
		la recolección, y en el invierno se utilizaban como improvisadas canchas 
		para jugar al fútbol. Se habían sacado del paraje más próximo a la plaza 
		de toros las serrerías que habían dado más de un susto gordo, bien 
		recordados todavía por los más mayores. Acababa de edificarse junto al 
		antiguo convento de Las Concepciones el moderno parque de bomberos y de 
		construirse las conocidas como Casas de los Maestros en la calle de san 
		Benito, frente a la puerta grande del coso taurino, además de haber 
		sufrido todo él una profunda remodelación. La circulación de vehículos 
		seguía produciéndose por la antigua carretera nacional 
		Zaragoza-Soria-Valladolid, con las inevitables incomodidades no exentas 
		de riesgos y lo seguiría siendo durante años. En cualquier caso, la 
		ciudad estaba necesitada de nuevos espacios urbanos y, en fin, planeaban 
		sobre la zona aires de modernidad. 
		
		Fue entonces 
		cuando desde la plaza de toros hacia arriba, es decir, hasta las 
		afueras, comenzaron a construirse nuevas edificaciones que en el 
		transcurso de un relativamente corto periodo de tiempo dieron a la 
		ciudad una nueva imagen. Como sucedió con el grupo de viviendas llamado 
		en el lenguaje coloquial Casas de los Guardias (todavía se conserva 
		alguna), entonces aisladas, en la calle Santo Ángel de la Guarda –antaño 
		patrón de los cuerpos de policía, de ahí el nombre, sin duda-, 
		construidas para funcionarios de la Policía Armada (ahora Policía 
		Nacional) en solares de propiedad particular en la parte izquierda 
		subiendo hacia Santa Bárbara, por donde el Jueves La Saca venían los 
		toros, al que se unieron sucesivamente otras edificaciones que fueron 
		surgiendo hasta conseguir cambiar de arriba abajo la fisonomía de la 
		zona al tiempo que irremediablemente se extendía hacia terrenos alejados 
		además de degradados del núcleo urbano como podía ser el caso de los que 
		ocupa en la actualidad el Conservatorio de Música, en cuyo paraje se 
		encontraba en aquel momento el basurero de Soria. El caso es que el 
		barrio que nació junto a la plaza de toros y aledaños no tardó en 
		consolidarse y adquirir, en general, la configuración que tiene ahora 
		amparado por la legalidad que le conferían los Planes de Ordenación de 
		la Ciudad de 1948 y 1961, sobre todo de este último, vigente la friolera 
		de treinta años bien cumplidos, en cuyo transcurso, y bajo su paraguas 
		protector, se acometieron y permitieron desmanes y bastantes más 
		atropellos de los que hubieran sido de desear no solo en este sector 
		sino en otros varios más por donde la ciudad intentaba ensancharse con 
		resultados que quedan a la vista de todos y estamos sufriendo a diario. 
		De algunos, quizá de los más relevantes, nos hemos ocupado con 
		anterioridad en esta misma sección, pero habida cuenta de que el listado 
		es lo suficientemente amplio como para haber despachado el asunto en una 
		sola entrega, no se descarta en modo alguno volver sobre él en algún 
		momento. Merece la pena. 
      
		
		© 
      Joaquín Alcalde, 2014 
      
		
      
		
        
		
		
		  
		
		
		Firmas de toda la vida 
		
      
		
		
			
			
			El llamado tejido comercial de la ciudad ha 
			sufrido una transformación importante pero no obstante continúan 
			abiertos comercios y establecimientos con los que han crecido 
			generaciones de sorianos. 
			
			
			
			  
			  
		 
		
		
		
		En alguna ocasión 
		anterior hemos echado la vista atrás para recordar y, en la medida que 
		ha sido posible, tratar de reconstruir algunos aspectos que en una época 
		o momento determinados confirieron carácter y personalidad propia a 
		aquella Soria de antaño que se llenaba particularmente los jueves, día 
		del mercado semanal, con la llegada de infinidad de paisanos de una 
		buena parte de la provincia y de manera especial de los pueblos más 
		próximos que acudían a la capital cual si se tratara de un rito del que 
		no podían prescindir con el fin de realizar sus compras en la red de 
		comercios articulada casi en su totalidad en torno al Collado y calles 
		aledañas, que no cerraban al mediodía, de manera que quienes se habían 
		desplazado a la ciudad con este expreso y único aunque importante motivo 
		tuvieran tiempo suficiente para realizar sus compras de manera que 
		pudieran regresar en cualquiera de las líneas de los servicios regulares 
		de viajeros que salían a primeras horas de la tarde desde los más 
		variados rincones de la población, porque acaso convenga recordar que 
		sin estación de autobuses ni posibilidad remota de que pudiera haberla, 
		y eso que se llevaba años hablando de ella, los lugares en que tenían 
		establecida la parada los llamados entonces coches de línea, que no 
		autobuses, más conocidos en el ámbito rural como la exclusiva, que en la 
		práctica venía a ser lo mismo, estaban dispersos por la ciudad. 
		
      
		
      
      
      
		  
		  
		
		Algunas décadas 
		después nada es igual. Porque, si bien en el ecuador de los ochenta era 
		un hecho la puesta en funcionamiento de la tan esperada terminal de 
		autobuses, con lo que comportó en el cambio de hábitos de los sorianos, 
		la realidad es que los comercios llevaban ya tiempo cerrando los jueves 
		a mediodía e incluso la llamémosle red de establecimientos, o mejor, 
		tejido comercial que tanto gusta decir ahora, estaba en proceso de una 
		transformación lenta pero irreversible hasta el punto de que observada 
		desde la perspectiva de la actualidad puedan citarse, sin mayor 
		dificultad, los negocios o firmas comerciales, como se quiera, que han 
		pervivido en bastantes casos con dirección diferente y en otros con 
		cambio de actividad incluido para adaptarse a las necesidades de consumo 
		de los tiempos modernos, cuando no las dos a la vez. Llegados a este 
		punto y conscientes del riesgo que se corre por las inevitables 
		omisiones que con más que probable seguridad se producirán y sin seguir 
		criterio preestablecido alguno parece obligado comenzar por el Collado 
		(calle del General Mola en la época) y citar la ferretería La Llave 
		donde siempre (herramientas, baterías de cocina, muebles, materiales de 
		saneamiento y electricidad, anunciaba antaño); la añeja Casa Zapata, 
		también en su ubicación originaria; lo mismo que el antiguo almacén de 
		paquetería de Justo Ortega, en la planta baja de la casa con fachada al 
		ensanche, entre el Collado estrecho y la calle Zapatería, una especie de 
		cajón de sastre dedicado a la venta de mercería, quincalla, géneros de 
		punto, confecciones, perfumería y bisutería; la peletería Carrascosa, 
		con casi tres cuartos de siglo abierta, ahora junto al Casino, es decir, 
		algo más arriba de donde estuvo décadas funcionado; si es que no la 
		relojería y óptica Monreal ampliada con posterioridad a un local de 
		enfrente, donde está el reloj, o el bar Torcuato, en el emplazamiento de 
		toda la vida, aunque con otra disposición interior; contigua a él la 
		tienda de ultramarinos de Domingo Muñoz (reconvertida en autoservicio de 
		reconocido prestigio) y muy cerca la librería Las Heras, otro de los 
		templos del comercio soriano cargado de historia. En la arteria 
		principal de la ciudad sigue abierta la taberna por antonomasia que 
		responde a la denominación de coloquial de “El  Lázaro”. En todo caso, y 
		sin abandonar el Collado, no se pueden pasar tampoco por alto las 
		farmacias de Esperanza Domínguez y Carrascosa, y ya en Marqués del 
		Vadillo la de Martínez Borque, las tres en la ubicación en que las han 
		conocido sucesivas generaciones de sorianos. Del Collado desapareció 
		hace años la entrañable tienda de chucherías conocida como la bollera, 
		especialmente visitada por los chicos los domingos y festivos, para 
		instalarse en la calle Zapatería en la que con algún intervalo sin 
		actividad viene funcionando. El apresurado listado podría completarse 
		con la tienda de “ultramarinos finos” de “Los tres arcos”, uno de los 
		santuarios del ramo de la alimentación, en las proximidades del Palacio 
		de los Condes de Gómara; el comercio de Adolfo Sainz, al comienzo de la 
		calle Numancia, que ofrecía “las calidades más supremas en mantas y 
		pañería como lo acredita la creciente preferencia del público desde el 
		año 1850”, se decía en un anuncio publicitario hace bastante más de 
		medio siglo; el reconvertido comercio de Barrón y la antigua botería de 
		Claudio Alcubilla junto a los bares Apolonia y Ventorro (entonces en  
		las afueras y en local diferente), y firmas fuertemente ligadas al 
		empresariado de la ciudad como Alejandro del Amo (hoy Adasa) y Talleres 
		Santamaría (Tamesa). Y por supuesto la Caja de Ahorros, en otra sede, 
		que hoy ciertamente pocos son los que saben cuál es su actual 
		denominación. 
      
		
		 © 
      Joaquín Alcalde, 2013 
      
		
		Publicado 
		DIARIO DE SORIA 
		26-5-2013 
      
      
        
		
        
		
		
		
		Vestir a medida 
		
      
		
		
			
			El oficio de sastre es una de las 
			actividades que si no extinguida, según el concepto que se ha venido 
			transmitiendo de generación en generación, en la práctica qué duda 
			cabe que ha quedado reducida a lo testimonial. 
		 
		
		
      
		
      
      
      
		  
		  
		
		
		
		Leíamos no hace 
		mucho en este periódico un interesante y no menos curioso reportaje 
		sobre el ejercicio de la profesión de sastre, un oficio que si bien 
		antaño no suscitaba una especial curiosidad sino que por el contrario 
		resultaba de lo más común pues rara era la familia que no acudía o no 
		recurría a la persona que tenía por ocupación cortar y coser vestidos, 
		principalmente de hombre, si nos atenemos a la definición que hace de 
		esta actividad el Diccionario de la Lengua Española, desde hace años, 
		quizá décadas, ha quedado reducida a lo testimonial. Es una más de las 
		actividades que si no extinguida según el concepto que se ha venido 
		transmitiendo de generación en generación, en la práctica qué duda cabe 
		que forma parte del acervo popular. El sastre, con independencia del 
		servicio específico que se le requería, puede que al mismo tiempo 
		tuviera también algo de consejero ante el que el cliente raramente podía 
		resistirse a hacer confesión de cualquier particularidad que llegado el 
		caso pudiera tener relación, la mayoría de las veces, por ejemplo, con 
		su complexión física, por más que la tipología del individuo fuera 
		evidente. 
		
		Al contrario de lo 
		que sucede con otras facetas y ocupaciones cualquiera que sea el campo 
		de que se trate, resulta complicado reconstruir el tejido –nunca mejor 
		dicho tratándose del material que manejaban- no sólo de los 
		profesionales que se dedicaban al oficio en la capital –tarea de suyo 
		harto complicada- sino incluso de quienes lo ejercían en 
		establecimientos al uso, es decir, en locales abiertos al público, que 
		eran algo así como el escaparate de este colectivo gremial que tenía por 
		costumbre conmemorar cada 13 de junio la festividad de su excelso 
		patrón, San Antonio, con un repleto programa de actos: a las nueve y 
		media de la mañana se celebraba en la iglesia de Santa María La Mayor 
		una misa oficiada por el párroco Manuel Ciriano, a la que asistían “el 
		Preboste, señor Santamaría, todos los agremiados y numerosos fieles”. A 
		continuación tenía lugar la procesión que “con la imagen del santo 
		[recorría] el itinerario de costumbre” por el centro de la ciudad -se 
		repetía cada año en la referencia periodística- con el acompañamiento de 
		“la Banda Municipal dirigida por el profesor don Francisco García Muñoz. 
		A las dos de la tarde, en un céntrico restaurante se reunían los 
		agremiados en fraternal banquete, reinando entre los concurrentes [un] 
		gran entusiasmo. De siete a diez de la tarde se [organizaba un] animado 
		baile en una sala de fiestas de la capital, amenizando el festival una 
		notable orquesta [y] de once de la noche a dos de la madrugada un 
		animado baile popular en la Plaza del Rosel y San Blas (Ensanche), 
		asistiendo numeroso público”. 
		
      
		
      
      
      
		  
		  
		
		En cualquier caso, 
		acudiendo a la memoria y al refuerzo de alguna publicación comercial que 
		circulaba en la época quien más y quien menos estará en condiciones de 
		recordar, sin demasiado esfuerzo, el taller de sastrería de “Los grandes 
		almacenes” de Evaristo Redondo Iglesias (antigua Casa Ridruejo) que en 
		sus instalaciones de la calle General Mola, 53 y 55, “le ofrece un 
		extensísimo surtido en sus diferentes secciones, entre ellas la de 
		sastrería y alta costura (caballero y señora) y camisería a medida”. Era 
		este, sin duda, uno de los establecimientos más reputados de aquella 
		Soria provinciana que rivalizaba en competencia con el que 
		comercialmente respondía a la denominación de ”Nuevas pañerías Samuel 
		Redondo Modas”, en el local instalado la calle Marqués del Vadillo 5 y 7 
		(donde funciona en la actualidad un conocido establecimiento de 
		hostelería) que además de confecciones, tejidos y camisería se dedicaba 
		igualmente a la “Alta sastrería”. En aquella época, también era muy 
		conocida y gozaba de un reputado prestigio la Sastrería Checa que se 
		anunciaba como “Cortador de primer orden. Gran fantasía y Uniformes de 
		todas clases. Elegancia y distinción”, con taller en la plaza del Carmen 
		24-2º y tienda en el estrecho del Collado, junto a la plaza Mayor. Y 
		junto a las tradicionales, como eran asimismo las sastrerías León y 
		Roldán, ésta en su última etapa en el piso que estuvo ocupando muchos 
		años la Telefónica en la entonces calle del General Mola hasta su 
		traslado a la plaza de San Clemente, comenzaba a irrumpir en el mercado 
		soriano la “Pañería y Sastrería Rafael” en el número 9 de la misma 
		calle, la única de todas ellas que continúa abierta si bien regentada 
		por un sucesor, de la que todavía se siguen recordando aquellos mensajes 
		de claro contenido publicitario difundidos cada temporada por los 
		periódicos y la radio locales en la sección “ecos de sociedad” dando 
		cuenta del viaje de “Rafael y su hermano Antonio” al certamen o feria de 
		moda que fuera, y lo mismo al regreso. Talleres de sastrería de conocida 
		consideración fueron asimismo los de Marcelino Aceña y Maximino Alfageme, 
		junto a otros que probablemente estarán en la mente de todos, aunque 
		quizá sin la fuerza de los que se han citado pero no por ello con menor 
		grado de solvencia y de buen hacer. 
      
		
		© 
      Joaquín Alcalde, 2013 
      
		
		Publicado 
		DIARIO DE SORIA 
		21-4-2013 
      
      
        
		
        
		
        
		
        
      
		
      	
      	Sorianadas (I) 
		
			
			Las sucesivas generaciones 
		de sorianos han tenido el buen cuidado de conservar y transmitir 
		infinidad de pequeñas historias cotidianas a través de del boca a boca 
		que tan bien funciona en las sociedades de tamaño reducido, como esta 
		nuestra. 
		 
		
		
      
		
      
      
      
		  
		  
		
		Se contaban en la 
		Soria provinciana de antaño un sinfín de historias, todas ellas ciertas, 
		se aseguraba sin la menor duda, que habían acontecido en la ciudad. No 
		se trataba de grandes acontecimientos, ¡qué va!, que tuvieran la 
		categoría suficiente como para aparecer en el único periódico que había, 
		sino más bien de hechos que en el mejor de los casos malamente 
		alcanzaban la categoría de anécdota, en realidad, los inevitables 
		chismes propios de una sociedad pequeña y provinciana que no por ello 
		dejaban de trascender a la calle y, por consiguiente, todo dios conocía 
		y se regocijaba con ellos. Los centros de transmisión de la información 
		eran el boca a boca, ya se tratara del barrio, eje de la vida ciudadana, 
		los círculos de recreo -vulgo, casinos-, en aquellas tertulias 
		interminables en las que se hablaba de lo divino y de lo humano, y para 
		los más humildes la siempre socorrida taberna.  
		
		Así, por ejemplo, 
		era público y notorio que un cualificado empleado de la representación 
		en Soria de una de las compañías del monopolio estatal aquí establecidas 
		que gozaba cuando menos de reputada consideración social, y desde luego 
		nada sospechoso de este tipo de aficiones, solía acudir a diario al 
		mismo establecimiento a tomar lo que durante mucho tiempo la gente ajena 
		a la dependencia del local estuvo en la creencia de que era una de las 
		tantas copas de anís que  se servían a los clientes, en este caso, como 
		en otros muchos, acompañada de un buen vaso de agua con la que mitigar 
		los efectos de la ingesta de alcohol, hasta que al cabo del tiempo 
		alguien descubrió no sin sorpresa la farsa, pues  resultó que la cosa 
		era al revés, de tal modo que en la copa pequeña se le ponía el agua y 
		en el vaso grande un buen lingotazo de... aguardiente anisado. Cuando 
		no, que en cierta ocasión una distinguida y reputada ama de casa encargó 
		a la nueva empleada del servicio doméstico que le trajera de la plaza de 
		Abastos "un zapatero, pequeño y regordete". Dicho y hecho. La sirvienta 
		salió a la calle y pronto y bien mandada no tardó en cumplir la 
		encomienda. Y con el "zapatero pequeño y regordete", que tenía taller 
		abierto junto al mercado, se presentó en la casa. Lo realmente chusco 
		vino cuando la señora desde una de las estancias contigua a la cocina 
		ordenó en voz alta a la criada que "lo rajara de arriba abajo y después 
		de que le sacara las tripas lo aviara". El "zapatero pequeño y 
		regordete", que estaba a la espera de recibir el encargo propio de su 
		oficio, ni siquiera esperó a que completara el mandato 
		porque pies para qué te quiero, 
		echó a correr escaleras abajo ante el estupor no tanto de la dueña como 
		de la empleada, que no entendía nada, hasta que por fin pudo aclararse 
		el malentendido. La realidad es que le había encargado un besugo negro, 
		como se le conoce comúnmente aquí a este tipo de pescado -en otros 
		lugares zapatero- que la sirvienta interpretó al pie de la letra. O que 
		un conocido personaje de la clase acomodada que solía vestir blusa negra 
		de las que usaban los tratantes de ganado no pudiera por menos que 
		espetarle a alguien que pretendió ridiculizarle por el uso de esta 
		prenda llamándole guarro, que el cerdo, sin duda, sería él porque con 
		toda seguridad no se cambiaría de camisa a diario como tenía por 
		costumbre hacerlo él con el blusón.  
		
		Se decía también 
		en la ciudad que una noche de perros, cuando detrás de Correos apenas 
		había edificaciones y el alumbrado público no había llegado a la zona, o 
		era muy pobre, un acreditado industrial soriano acuciado por las 
		exigencias de la próstata de la que llevaba tiempo tratándose se vio en 
		la perentoria necesidad de tener que utilizar como mingitorio las 
		traseras del edificio de Correos y Telégrafos con tan mala pata que en 
		plena función se vio sorprendido por la presencia de un guardia 
		municipal cuya única obsesión no era otra que imponerle una multa 
		haciendo caso omiso a las reiteradas explicaciones que le estaba dando 
		el buen hombre acerca de la urgencia que se le había presentado. La 
		sanción andaría entonces en torno al duro, cinco pesetas de las de 
		antaño. Y enfrascados andaban policía y ciudadano tratando de solucionar 
		la situación cuando casualmente apareció por allí uno de los hijos del 
		ocasional infractor que pese a sus conocidas buenas dotes de persuasión 
		y buen humor tampoco logró convencer al celoso agente para que 
		desistiera de su propósito. De modo que sin mediar palabra no le quedó 
		más remedio que echarse mano al bolsillo y sacar dos monedas de duro, 
		que le entregó al vigilante, al tiempo que se ponía a orinar él también. 
		De esta forma pudo zanjarse el engorroso asunto. Son sólo algunos de los 
		muchos chismorreos que circulaban en la Soria de la época que las 
		sucesivas generaciones ha tenido el buen cuidado de conservar y 
		transmitir a través de un método tan elemental y de bajo coste como sin 
		duda siempre ha sido el tan cultivado boca a boca con los buenos y 
		jugosos resultados que suele dar en las sociedades de tamaño reducido, 
		como esta nuestra. 
		 
		
		
		
		  © 
      Joaquín Alcalde, 2013
		
      
        
		
		  
		
        
		
		
			
			 
			
		
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