Soria Siglo XX

Soria de Ayer y Hoy (12)

© Joaquín Alcalde

La Nochebuena se viene…la Nochebuena se va

El último intento de trasladar las fiestas de san Saturio

Los veranos sorianos de antaño

El Mercado semanal

 

La Nochebuena se viene…la Nochebuena se va

Las fiestas de Navidad o las Navidades, como se quiera, son unos días y unas fechas que abren un largo paréntesis que la moderna sociedad de consumo aprovecha para desacelerar la actividad diaria. Bien es cierto que de unos años a esta parte entre las fiestas civiles, o sea el puente de la Constitución y la Inmaculada, y las celebraciones navideñas, sin olvidar naturalmente los hábitos adquiridos que han propiciado los nuevos tiempos que corren, el trajín del día a día del mes de diciembre y un buen pedazo del mes de enero se relaja y de qué manera hasta que superado con creces el umbral del Año Nuevo se recupera el pulso habitual. Es una de las aportaciones de la globalización y de las necesidades que tiene planteadas la sociedad moderna.

La tasca para los obreros, el cine sólo para quien podía permitírselo, y el casino para los socios, más bien los casinos, porque había dos, el de la Amistad en la planta baja y el Numancia en el piso superior, aunque lo único que tenían que ver entre sí era la vecindad. A ellos se reducía, en definitiva, la oferta de la ciudad para disfrutar del tiempo libre -el sentido de la palabra ocio, bastante más moderna, se relacionaba casi con lo perverso- a no ser que se prefirieran los hogares (círculos de recreo) instalados en el Palacio de los Condes de Gómara, o sea, el de las Falanges Juveniles al que acudían los más pequeños, el del cadete reservado a los jóvenes o el del productor, para las personas adultas. A todos ellos únicamente podían acceder los afiliados a las Organizaciones del Movimiento, y la verdad, aún en aquellos años de penurias y calamidades, eran muchos los que declinaban hacer uso de tan generosa oferta.

Lo rutinario de la vida ciudadana era, en fin, el caldo de cultivo adecuado que impregnaba, particularmente, a las navidades sorianas del carácter entrañable que poco a poco fue perdiendo hasta desaparecer y quedar en el recuerdo.

Eran tiempos en que con la excusa de felicitar las Pascuas se pedía el aguinaldo, aguilando, allí donde la cultura más básica todavía no había llegado, que no dejaba de ser sino una propinilla, a veces una buena propina, que venía estupendamente en fechas en las que como ahora se gastaba más que de costumbre. La palabra aguilando la define José Antonio Pérez-Rioja en su libro El Alma de Soria en el Lenguaje como “forma soriana por aguinaldo, dádiva que en esta provincia no se hacía sólo en Navidad y año Nuevo, sino en otras fechas señaladas”.

Bien, pues pedían el aguinaldo o aguilando las clases trabajadoras sobre todo, o lo que es lo mismo las más necesitadas. Algunas lo hacían de manera organizada y sin ningún tipo de rubor. Los más habituales eran los barrenderos, enterradores y otros colectivos de empleados públicos pertenecientes a las escalas inferiores. Era el caso de los carteros y los que trabajaban en el Juzgado Municipal, sin que faltaran incluso los monaguillos de la parroquia, o los repartidores del Boletín Oficial de la Provincia, cuando este periódico oficial se editaba en papel y se distribuía a los suscriptores a domicilio. En fin, todo aquel que prestaba un servicio público cualquiera que fuera, se sentía con el legítimo derecho y tenía por costumbre pedir el aguinaldo. Y hubo unos años, cuando todavía había guardias de circulación en el centro de la ciudad, que los conductores tomaron la simpática costumbre de obsequiar con regalos a los agentes la mañana del día de Nochebuena, que éstos iban depositando junto al puesto que ocupaban para regular el tráfico hasta reunir un buen número en un más que respetable montón. Era también un aguinaldo, pero en especie.

Los notables avances del mundo laboral, la modernización de la Administración y el progreso, en el sentido más amplio, de la sociedad acabaron con conducta tan arraigada. Desaparecía, de esta forma, algo difícilmente imaginable hoy, aunque en la práctica el aguinaldo continúe teniendo virtualidad bajo fórmulas solapadas que, en definitiva, vienen a suponer lo mismo.

Eran tiempos, también, en que durante las navidades se visitaban los numerosos nacimientos que se ponían, belenes se dice ahora. "Vamos a poner el nacimiento", "Hemos puesto el nacimiento", etc., eran frases acuñadas. Los había en todas las iglesias de la ciudad, o al menos en la mayoría. Era habitual el del Frente de Juventudes, y en alguna ocasión incluso en el Gobierno Civil llegó a colocarse uno “monumental”, que mereció los honores de ser inaugurado cabe suponer que con la pompa de rigor. Llamaba la atención, sin embargo, el del Hospital Provincial (hoy parroquia de San Francisco) con aquella casa que se iluminaba al introducir una perra gorda (moneda de diez céntimos de las antiguas pesetas) por la ranura que tenía abierta en el tejado, pero sobre todo el privado que montaba la familia de Claudio Alcalde en el primer piso de su vivienda de Marqués del Vadillo, esquina a la plaza de Herradores, ocupado en la actualidad por una importante entidad bancaria, que podía visitar el público, al menos el de confianza de la casa.

Una contribución novedosa y al mismo tiempo colorista y aceptada por los poderes públicos desde su inicio vino después de la mano del Centro Excursionista Soriano cuando al inicio de los años sesenta un reducido grupo de miembros y simpatizantes de la veterana sociedad montañera tuvo la ocurrencia de subir a Urbión la mañana del domingo anterior al día de Navidad para colocar en el Pico un belén que nadie podía, o no debía, retirar hasta pasado el día de Reyes. Y lo que en principio comenzó siendo una actividad invernal más, sin apenas publicidad, por lo tanto casi privada y desde luego limitada al ámbito interno de la entidad si es que no exclusivamente a los promotores de la idea por el riesgo que suponía acometer empresa semejante, hace tiempo que terminó convirtiéndose en una excusa más de las celebraciones navideñas que suele ser multitudinaria a poco que el tiempo acompañe, de manera que a la cita ya tradicional suelen acudir gentes no solo de la capital y provincia sino también de fuera. En una etapa algo más reciente, sería un grupo de piragüistas el que la tarde de Nochebuena tomara la iniciativa de colocar un belén en la pequeña isla existente en el Perejinal, junto a la antigua Fábrica de Harinas, frente al Peñón.

Era aquélla, en último término, una época en que la cabalgata [de Reyes] constituía el mayor y casi único atractivo de las celebraciones navideñas, al menos como manifestación popular externa. Lo demás se desarrollaba según la costumbre de siempre, aunque con bastante menos ruido, algarabía, que hoy.

En definitiva, las navidades en su primera parte pudiera decirse, se circunscribía a la misa del gallo el día de Nochebuena y muy poco más, o nada más. Aunque la mañana del día de Navidad era casi una obligación acudir a la misa Pastorela, en la antigua iglesia de la Merced, la del Hospicio, reconvertido por la Diputación Provincial hace unos cuantos años en moderno auditorio, La celebración, conocida popularmente como de Los Pajarillos, era una de las costumbres más entrañables de las navidades sorianas que venía celebrándose desde tiempo inmemorial. Cantaba un coro de voces femeninas y no faltaba el acompañamiento de los más variados y originales instrumentos musicales, la mayoría de percusión, sin que faltaran tampoco las tradicionales pandereta y zambomba, ni unos diminutos botijos de barro hechos por alfareros, que parecían de juguete si es que no lo eran, llenos de agua, elementos imprescindibles con los que simulaba el sonido más parecido al de los ruiseñores.

Desde luego el barullo, si es que no desenfreno que dirá alguien, de las navidades de hoy ni pensarlo. Por no darse no se daban ni inocentadas, al menos en los medios, lo que hasta cierto punto se podía entender porque entre otras cosas en la ciudad solo se publicaba un periódico, “Campo” a secas, todavía sin el añadido de “Soriano”, y lo hacía únicamente tres días en semana; y claro, ocurría a veces que el veintiocho de diciembre no era día de periódico, con lo que la cosa se complicaba. Por el contrario, si era el Soria-Hogar y Pueblo el que estaba en los kioscos el día de los Inocentes, la inocentada estaba asegurada, aunque obviamente se está hablando de una etapa más moderna. La radio –Radio Soria, que emitía desde sus estudios en la Torre de los Ríos, en el Palacio de los Condes de Gómara- cumplía otros fines y no acostumbraba a salirse del guión.

Llegaba, al fin, la última noche del año, la de San Silvestre, que es posiblemente la que más se ha visto afectada por los nuevos hábitos adquiridos por la sociedad. Las contadas fiestas o bailes de sociedad como se conocían en los círculos ciudadanos encubriendo una engañosa consideración social que a menudo no se correspondía con la realidad fueron apareciendo de forma tan súbita como incontrolada, lo que en algún momento no dejó de transmitirse un sentimiento de preocupación. En todo caso, la fiesta del fin de año se ha visto enriquecida con otro tipo de acontecimientos que poco tienen que ver con el sentido religioso de las celebraciones en general y de la Nochevieja en particular. De todas ellos hay uno que marca la pauta, y no es otro que la socorrida carrera pedestre por el centro de las poblaciones, que se he generalizado.

En los años cuarenta y cincuenta la Nochevieja ya se celebraba en la calle pero no de manera tan multitudinaria como ahora, aunque la costumbre de tomar las uvas en la Plaza Mayor nunca estuvo arraigada en la sociedad soriana. El hábito era, como en Nochebuena, cenar en familia, y luego acudir a la misa de gallo -los menos- o al baile en cualquiera de los casinos, a los que en alguna ocasión hubo que añadir el propio del Club Deportivo Numancia, que también tuvo el suyo, y el que programaba la empresa del Teatro Cine Avenida “para despedir el año”. El día de Año Nuevo era uno más de fiesta, sin ninguna celebración especial, a no ser que hubiera partido del Numancia, entonces en Tercera División, en el viejo San Andrés. Se comía también en casa, lo contrario que ahora que quien más y quien menos lo hace fuera. En cualquier caso, si había fútbol había que aligerar la sobremesa porque se jugaba a las tres y media.

Pero vamos, las navidades excepto para los más pequeños podían darse por concluidas, a falta del baile de la noche de Reyes para quien podía permitirse el lujo de pagarlo y de alguna que otra fiesta menor sin demasiado interés, como pudiera ser el concurso de belenes y villancicos, cuyos premios se entregaban en el cine Ideal al día siguiente.

De modo que la cabalgata era el único acto popular por excelencia, y la gente como hoy salía a la calle aunque cayeran chuzos de punta. Pero no todos los años había. La organización y su desarrollo respondían básicamente a criterios muy semejantes sino idénticos a los de hoy. La montaba el Frente de Juventudes y eran sus jefecillos y afiliados los que encarnaban las figuras de los Magos, aunque la realidad era tozuda y hasta los más niños terminaban sabiendo aquella misma tarde quiénes encarnaban la figura de los Reyes y, desde luego, toda su corte. Resultaba más complicado identificar, al menos inicialmente, al rey negro y a su séquito, a los que no quedaba otro remedio que embadurnarles la cara -no así las manos, que se las cubrían en el mejor de los casos con guantes y a veces ni eso- con una buena capa de crema bien oscura, porque entonces no había en la ciudad un solo vecino que tuviera la piel de ese color, aunque finalmente, una vez retirada quedaban irremediablemente en el rostro las marcas de sobra delatantes, fácilmente explicable en tiempos en que cuando menos para este tipo de cuestiones tan banales no se llevaba lo de las esteticistas ni los maquillajes o cosa que se le pareciera.

Bien, pues caracterizados y debidamente ataviados con ropajes de época los séquitos reales y los numerosos figurantes que tomaban parte en el cortejo, se iniciaba éste en los Cocherones de Obras Públicas, aquella vieja y cochambrosa edificación que había en el solar en que se encuentra la Estación de Autobuses, en el punto más alejado del centro urbano, lugar ciertamente aparente por lo espacioso para esta finalidad, que por unas horas se convertía en residencia “Real”.

Desde allí, enfilaba la avenida de Valladolid abajo, que comenzaba de manera incipiente a adquirir la configuración actual, hasta la plaza de Mariano Granados (coloquialmente del “Chupete”), Marqués del Vadillo y el Collado para llegar al palacio de la Diputación Provincial donde Sus Majestades recibían a los niños de Soria, en tiempos en que la casa consistorial no reunía condiciones. En todo caso, la verdadera recepción tenía lugar la mañana del día de Reyes, en la que cada crío que recibían los Magos salía de allí con el juguete que le entregaban personalmente los enviados reales, pues solía darse el caso, desgraciadamente frecuente, de que en su casa hubieran pasado de largo sin dejarle un mal caramelo que llevarse a la boca. Aunque para asistir a la recepción y tener derecho al juguete había que proveerse previamente de un vale o tarjeta que se facilitaba gratuitamente en las oficinas de la Falange o de algún otro organismo del Movimiento, acaso Auxilio Social, que estaban casi al final de la calle Numancia, en la parte más alta junto a la plazuela de La Blanca, que es lo que había que presentar para recibir el obsequio. En años de penurias y escasez, las colas que se formaban para retirar el regalo –se repartían más de dos mil, “regalados por el Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento”- eran enormes, llegando a alcanzar varios centenares de metros. De ahí, que la recepción llegara a celebrarse en alguna ocasión en el desaparecido cine Ideal y la mayoría de las veces en el hogar del Frente de Juventudes de la planta baja del Palacio de los Condes de Gómara, que resultaba más idóneo para evitar que la aglomeración que se producía cada seis de enero no tuviera mayores consecuencias y pudiera derivar en un caos. Una imagen que iba a quedar grabada de por vida en la memoria de los niños de la época, hoy ese sector tan amplio que la sociedad moderna conoce como la tercera edad.

La cabalgata, en fin, por qué ocultarlo, no estaba nada mal, o al menos esa es la impresión que quedó, al contrario satisfacía con creces la ilusión de chicos y grandes en tiempos en que no podía verse por televisión porque no había.

Y aunque quizá pueda resultar paradójico en tiempos en que todavía funcionaba el ferrocarril, los Reyes Magos pocas veces llegaron a Soria en tren. Cuando así ocurrió, ya en la recta que condujo a su desaparición, fue cubriendo el trayecto entre la Venta de Valcorba, en las proximidades del matadero municipal a la salida hacia Zaragoza, y la estación de Cañuelo. La costumbre más reciente era hacerlo a caballo, que no dejaba de ser un lujo. Algo, por otra parte, relativamente de lo más natural cuando coincidió con la época en que hubo guarnición militar aquí.

En todo caso, durante las navidades de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, la práctica diaria, salvo como será fácil suponer las fechas clave, era la que marcaba los tiempos, a no ser que ocurriera algún imprevisto de importancia como ocurrió un día de Nochebuena en que chocó en la Estación Nueva, la del Cañuelo, el automotor Soria-Castejón. De ahí que por ejemplo la asociación religiosa de “Los Caballeros de San Vicente de Paúl celebraran a las once y media de la mañana [del día de Año Nuevo] su reunión semanal en los locales de Acción Católica”; que este mismo día permanecieran abiertas al público, durante las horas habituales las expendedurías [de tabaco] a las que correspondiera el turno, es decir los estancos. Y como ahora, entonces también, con rigurosa puntualidad los periódicos hacían balance del año y “como demostración irrefutable del creador afán sindical que busca incansable el bienestar del humilde, cabe registrar con orgullo, puesto que de Soria y su provincia lo ha de ser, la construcción de la Escuela de Formación Profesional”, se señaló, entre otras cosas, cuando el centro comenzó a funcionar. La provincia tenía algo más de ciento sesenta mil habitantes. Los sorianos se habían gastado doscientas cincuenta y cuatro mil pesetas (algo más de mil quinientos euros) en la Lotería de Navidad, y el saldo de las 38.000 libretas que tenía “La Caja” (Caja General de Ahorros y Préstamos de la Provincia de Soria, luego Caja Duero y ahora ni se sabe) andaba en torno a los ciento ochenta y tres millones de pesetas (una cifra ligeramente superior al millón de euros). Aunque, ciertamente y con alguna salvedad, el contenido de estos resúmenes tuviera más de propagandístico que de otra cosa; más o menos como ahora, vamos.

© Joaquín Alcalde, navidad 2022

 

El último intento de trasladar las fiestas de San Saturio

Las fiestas de San Saturio están próximas. Por lo que haya sido, sin necesidad de entrar en detalles, no han podido librarse del debate en el transcurso de los tiempos siempre con las fechas del calendario como argumento central, y durante algún tiempo no tan lejano focalizado en la agenda escolar.

Fue en 2001, en el ecuador de la legislatura que había llevado a la socialista Eloísa Álvarez a la alcaldía de la ciudad, como consecuencia del recordado acuerdo PSOE-ALSI-IU (el famoso tripartito), cuando, tras un largo periodo sin sobresaltos acerca de las celebraciones festivas para honrar al Patrón, sorpresivamente (cabe suponer por cuestiones políticas, y en particular con la alcaldía de la capital) la Junta de Castilla y León destapó la caja de los truenos y decidió por su cuenta declarar festivo a efectos lectivos sólo el día del Patrón. La decisión, no obstante, era de bastante más largo alcance porque en la práctica suponía una modificación importante de la programación festiva, si es que no conducía a otro tipo de planteamientos pues, por ejemplo, afectaba de lleno a una convocatoria tan simple como simpática, tradicional y enraizada en la programación de San Saturio como la salida de la comparsa de gigantes y cabezudos. En esta ocasión hubo finalmente un acuerdo de mínimos que, a pese a todo, propició un alto grado de absentismo los días que finalmente la administración autonómica declaró lectivos.

En este marco enrarecido y de ausencia masiva de los alumnos de las aulas se estuvo funcionando durante algún tiempo hasta que por fin se impuso el sentido común. Una anécdota, en cualquier caso, en el contexto de las celebraciones saturianas, tan enraizadas en la cultura de los sorianos. Porque en el transcurso de los años –desde hace dos siglos recordaba el historiador Víctor Higes a raíz del último de los intentos- los sorianos no hemos podido librarnos del debate en torno al cambio de fechas, siempre a finales de agosto, de las celebraciones profanas –las religiosas son intocables- de las fiestas de San Saturio, bien propiciado por el consistorio como desde otros ámbitos de la sociedad soriana, sin que felizmente en ninguna de las ocasiones se consumara el propósito.

Si se acude a la cronología, y se toma como referencia el final de la Guerra Civil, se encuentra uno con que el periódico Campo [luego también Soriano, superado el problema de la marca] promovió, a las pocas semanas de comenzar a publicarse en enero de 1947, es de suponer que por su cuenta y riesgo, una campaña planteando la problemática a partir de tres preguntas muy concretas: “si se consideraba oportuno el traslado, los beneficios que podía suponer el cambio [y] si, decidido este, podría disminuir el culto al santo patrón”. Campaña que estaba viciada en origen porque el rotativo la circunscribió al ámbito de una serie de personas cuidadosamente elegidas del candelabro que alumbraba a la Soria de entonces, que en ningún caso trasladaban el sentir general de la ciudadanía y mucho menos la representaban.

De manera que las opiniones vertidas por los consultados, a caballo entre la sinceridad y el compromiso ante las instancias que gobernaban en aquel momento, no vinieron a resolver la cuestión de fondo por más de la oficiosidad de la consulta dado el equilibrio de las respuestas entre quienes se pronunciaron tanto en favor del traslado como quienes por el contrario manifestaron su criterio de que se mantuvieran las fechas de siempre.

Algunos años después, ya en la década de los sesenta, el intento de cambio tuvo otro carácter, pues partió, esta vez sí, del propio Ayuntamiento. En el pleno ordinario celebrado por la Corporación el día 10 de septiembre de 1964, presidido por el alcalde Amador Almajano, “fue leída la moción formulada por la Comisión de Festejos en orden el traslado de las Fiestas de San Saturio de esta Ciudad a la tercera semana del mes de agosto de cada año, excepción hecha de los festejos religiosos, que no tendrán variación alguna, [que] por unanimidad se acuerda aceptar en principio así como que esta sea sometida a la consideración del vecindario para, una vez obtenida opinión del mismo, resolver en consecuencia”.

A tal efecto se distribuyó en todas las casas abiertas de la ciudad una octavilla (Boletín llamó el Ayuntamiento) pidiendo la opinión de los sorianos –esta vez sin limitación alguna- en la que al pie de la misma el “Cabeza de familia” tenía que hacer constar su nombre y domicilio y firmar, pronunciándose por el SÍ o el NO, luego de un breve preámbulo expositivo que servía para argumentar su pronunciamiento, con la “NOTA [final] de que el plazo para contestar es el de DIEZ DÍAS, y transcurridos los mismos será recogido este Boletín por funcionarios municipales”.

Pues bien, después de semejante movida, no ha quedado constancia ni se recuerda que se llevara a cabo la anunciada recogida de las respuestas como tampoco se conoció la resolución que tomó, si es que llegó a tomar alguna, la corporación municipal, sin duda por la inoportunidad de la propuesta si es que no por un gesto de indiferencia previendo el resultado.

© Joaquín Alcalde, octubre 2022

 

Los veranos sorianos de antaño

Los veranos sorianos estuvieron tradicionalmente asociados a un conjunto de hábitos y actividades acordes con las costumbres dominantes en cada uno de los tiempos bien diferentes de las que se llevaban a cabo en los interminables y duros inviernos. De manera que durante los meses estivales la ciudad y sus gentes parecían, acabadas las fiestas de San Juan, quedar necesariamente sujetas a un proceso de metamorfosis, que las convertía de hecho en otras, aún conscientes de la duración efectiva que solían tener en esta tierra lo que llamamos coloquialmente “buen tiempo”. Porque el ritmo del día a día decaía y no se recuperaba hasta pasadas las fiestas de San Saturio, que es cuando efectivamente se retomaba la normalidad no perdida pero sí aparcada en la práctica desde la víspera del Pregón con el mes de julio a las puertas si es que no metido ya de lleno en él.

Ahora, la oferta de ocio durante todo el año, y de manera especial en el verano, es lo suficientemente atractiva, amplia y diversa como para poder disfrutar de la época estival al extremo de que apenas queda tiempo para la ociosidad, incluso por mucho empeño que se ponga para que no sea así, porque al final malamente puede resistirse uno a dejar de lado las prácticas de la sociedad de consumo que terminan arrastrándole.

Antaño ocurría algo parecido si bien en un ámbito bastante más modesto que el que marca la pauta en estos tiempos modernos que corren. Claro que aquella era una Soria que poco, más bien nada, tenía que ver con la de ahora. Era la Soria de los veraneantes –término acuñado y muy de moda en la época además de odiado por los nativos- en la que una de las notas de distinción era la excursión dominguera – "ir de campo"- a alguno de los parajes próximos a la ciudad como pudieran ser Maltoso o la Sequilla, a los que el desplazamiento podía realizarse andando, a no ser que viajando en el tren mañanero, por cierto muy utilizado por los cazadores particularmente el mes de agosto durante la desveda de la codorniz que se daban el madrugón -salía no más tarde de las seis de la estación del Cañuelo (la estación nueva para diferenciarla de la otra, la de San Francisco) y regresaba en torno a las diez de la noche- con el fin de estar temprano en las fincas de cualquiera de los pueblos del Campo de Gómara, se prefiriera hacerlo a la dehesa del cercano Martialay, en este caso para pasar, sin más, el día en el campo. Quedaba asimismo la posibilidad de utilizar el autobús que cubría la línea regular entre la capital y Calahorra en el supuesto de que el destino fuera Garray, a los pies del yacimiento arqueológico de Numancia, exactamente en la arboleda situada aguas abajo del puente sobre los ríos Duero y Tera, cerca de su confluencia. No obstante quedaba otra opción más sin necesidad de salir de la ciudad, pues el Perejinal –en la zona de la fábrica de harinas- también tenía su clientela y garantizada, sobre todo, la pesca de cangrejos, a mano, con que acompañar la paella.

Lo hasta aquí dicho pudiera servir, con carácter general, para los domingos y fiestas de guardar, que era cuando únicamente podían permitirse este tipo, pudiera decirse, de excesos. De hecho así era, porque durante la semana el acontecer diario pasaba, en el mejor de los casos, por la rutina del baño diario en el río, según las preferencias pero sobre todo la pericia de los bañistas, en parajes tan sorianos y frecuentados como el Peñón, Los tres escalones y el mismo Perejinal, en su parte más alta, aprovechando la enorme balsa a modo de estanque con agua corriente formada por la presa –derruida después de años inservible-, a los que más tarde hubo que añadir el Soto Playa, sobre todo a raíz de la puesta en servicio de las instalaciones que durante unos años gozaron de la general aceptación de los sorianos, cuando el caudal del río no era ni de largo el que alcanzó tras la construcción del embalse de Los Rábanos; en cualquiera de los casos, con el riesgo probable de que la corriente se cobrara alguna víctima, como desgraciadamente solía ocurrir cada año. Para entenderlo mejor, no debe perderse de vista que en la ciudad no sólo no había una piscina en la ciudad sino que la primera aún tardaría en construirse y entrar en funcionamiento algo así como dos décadas. El paseo en barca, en el Augusto, desde el puente de piedra hasta la ya citada fábrica de harinas, era otra de las posibilidades que ofrecían las largas tardes de verano. Porque otros parajes, incluso fuera de la ciudad, a los que en el mejor de los casos cabía la posibilidad de poder salir de excursión y bañarse, como pudiera ser el pantano de la Cuerda del Pozo, y no muchos más, la verdad, eran desconocidos si es que no estaban por descubrirse, además de las dificultades de todo tipo que había que superar para poder efectuar el desplazamiento pues, por ejemplo, el uso del coche particular era un lujo que no estaba precisamente al alcance de la mayoría.

En cualquier caso, el verano tenía una serie de hábitos que pasaban desde la asistencia a la misa de la mañana dominical en la ermita San Saturio –la mayoría andando, otros utilizando el servicio de aquel obsoleto y diminuto autobús que partía del centro de la ciudad poco antes del inicio del oficio religioso- hasta la tertulia nocturna diaria en los barrios, después de cenar, con la excusa de “salir a tomar el fresco”, y alguna otra si bien de composición más restrictiva, y por qué no, elitista, como pudiera ser la conocida al cabo de los años como de “los cráneos” que se formaba en la Dehesa, en la terraza del “orejas”, después de comer, en torno a un grupo de intelectuales y eruditos, unos nativos, otros que estaban pasando aquí el verano, como Julián Marías, José Tudela, Teodoro del Olmo, Enrique García Carrilero, José Antonio Pérez Rioja, Heliodoro Carpintero, Jesús Calvo, Gervasio Manrique, Anselmo Romero Marín, Teógenes Ortego, Clemente Sáenz García, Agustín Pérez Tomás y Ricardo Apraiz, entre otros que se recuerden –es posible que se haya quedado alguno-, de la que pasaban los habituales del parque municipal soriano, en el que los jueves al atardecer y los domingos al mediodía no faltaba el habitual concierto de la banda municipal desde el árbol de la música, amén de alguna otra celebración puntual que no solía faltar.

Había, por otra parte, unas cuantas fechas inamovibles en el particular calendario de los sorianos con celebraciones programadas que venían a romper la monotonía del día a día si es que no a poner una nota de singularidad en tan especial época del año. Era el caso de las fiestas de los barrios que se circunscribían, por lo general, a la celebración religiosa y a la verbena de la noche, en realidad un baile público, sin más, eso sí, con las calles convenientemente adornadas con cintas, cadenetas y algunas otras figuras confeccionadas con papelillos de colores. Entre ellas la de San Lorenzo (10 de agosto), el Carmen (16 de julio) pero sobre todo la de la calle Santa María (6 de agosto) eran las que gozaban de mayor aceptación que quedaba reflejada en la concurrencia que registraban, de manera especial cuando coincidían con el fin de semana o víspera de festivo.

De todos modos, referencias obligadas de los veranos capitalinos eran igualmente la fiesta del patrón de los chóferes –San Cristóbal-, en realidad la continuación de los sanjuanes particularmente cuando caían tarde y, por lo tanto, una celebración más de la ciudad, y al final de ese mismo mes de julio, la de los camareros, por Santa Marta, ambas con una notable incidencia en la sociedad soriana. Y por supuesto la de San Roque que tenía lugar cada 16 de agosto en la iglesia del Salvador con asistencia del ayuntamiento bajo mazas que se desplazaba en corporación hasta el templo cruzando a pie el Collado a media mañana, en una estampa de tipismo inolvidable, para asistir al oficio religioso y suplicar al santo misericordia con los apestados y protección de la ciudad; la ceremonia, a la que el Cabildo de la concatedral acudía en calidad de invitado, dejó celebrarse al comienzo de los años noventa ante las dificultades de la corporación para asistir como tal. Durante bastantes años estuvo celebrándose el festejo vespertino de la suelta de vaquillas en la plaza de toros, con que se completaba la jornada. De todo ello solo queda el recuerdo de los más mayores.

La temporada estival, en fin, vinieron a enriquecerla años más tarde los Festivales de Verano -luego de España, pero en definitiva lo mismo- para concluir con la tradicional feria de ganado de mediados de septiembre que durante unos días llenaba la ciudad. Casi sin solución de continuidad llegaba la novena de San Saturio y con ella las fiestas del patrón que a su finalización era cuando verdaderamente se daba por terminado el ciclo estival por más que el calor hiciera ya algunas fechas –a veces semanas- que nos había abandonado.

© Joaquín Alcalde, junio 2022

 

El Mercado semanal

De unos cuantos años a esta parte los mercados medievales proliferan como las setas en otoño. En realidad se trata de mercadillos al uso. Y lo que empezó constituyendo una singularidad y no dejaba de llamar la atención ha terminado por convertirse en rutina hasta perder buena parte del encanto con que nacieron y el público los recibió.

Junto a estas manifestaciones extraordinarias, que generalmente tienen por costumbre incluir los ayuntamientos en los programas de fiestas patronales o de verano, muy de moda ahora, hay algunas en la provincia que aun teniendo lugar también una sola vez al año pretenden, en la medida de lo posible, recrear lo más fielmente los antiguos mercados semanales que se celebraban en las cabeceras de comarca y en la propia capital, muchos de ellos desaparecidos. San Pedro Manrique, Ágreda, Gómara, Arcos de Jalón, Rioseco, Almazán, San Leonardo de Yagüe, El Burgo de Osma, Almarza, San Esteban de Gormaz, Ólvega, Berlanga de Duero y Soria –alguno se habrá quedado a buen seguro- eran referencias obligadas en el transcurso de la semana. Algunos continúan celebrándose aunque, como no puede ser de otra forma, con el tinte de modernidad de los tiempos que corren.

En Soria capital, el mercado era –y sigue siendo- los jueves, por más que el mercado como tal ha desparecido. Lo que queda es una mayor afluencia que de ordinario de vendedores foráneos a la plaza de abastos y como consecuencia derivada la de quienes se resisten a dejar pasar la oportunidad de acudir a ella cada semana, producto de la rutina adquirida y de la fuerza de la costumbre que se traducía en el deambular de las gentes por el centro de la ciudad pero, sobre todo, en la nutrida concurrencia a media mañana delante del Torcuato en el buen tiempo o en la plaza de San Esteban los días de frío si es que no en alguna de las nuevas cafeterías del entorno de la Plaza de Herradores, cuando llovía, de quienes desde nuestros pueblos habían venido a la capital siguiendo la costumbre que en la mayoría de los casos habían heredado de sus antepasados. Es esto último lo que, efectivamente, denota que el jueves no es un día más. En la ciudad se respira un ambiente diferente al habitual. Pudiera decirse que es el punto de inflexión de la semana.

En los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX sí había mercado y estaba muy concurrido. Claro que en la provincia había gente y predominantemente joven, al contrario que ahora en que muchos de los pueblos se han quedado vacíos y los pocos que quedan ya no están para la danza semanal que supone viajar a la capital, además de no resultar tan imprescindible hacerlo como antaño.

Entonces, además del mercado de verduras en la plaza de abastos, funcionaba también el de cochinos, que se colocaba en las traseras de Correos y del Museo Numantino, en la actual calle de Sagunto, cuando el entorno estaba sin urbanizar y las escasas edificaciones que existían eran menores, para trasladarse más tarde a Las Pedrizas, obligado por las necesidades que planteaba el ensanche de la zona. Era el verdadero mercado. Más tarde, el Ayuntamiento quiso recuperar el antiguo mercado de cereales en la plaza Mayor y de hecho se celebró durante algún tiempo, también los jueves, en las inmediaciones del actual Palacio de la Audiencia, entonces todavía sede de las tétricas y destartaladas dependencias judiciales y la no menos cochambrosa cárcel. Pero el mercado de cereales de la Plaza Mayor apenas tuvo recorrido y terminó extinguiéndose por sí mismo.

Los jueves, también el de La Saca, que entonces todavía no era fiesta local y por lo tanto a efectos comerciales uno más, o los miércoles en el supuesto de que fuera festivo, la ciudad rompía con la rutina diaria y adquiría un colorido especial. La Plaza de Abastos y la calle Estudios, en la que también se colocaban puestos de venta huevos, gallinas, conejos…, eran un hervidero. Los comercios –las tiendas-, que durante la semana abrían a las nueve de la mañana y “echaban los tableros” a las siete de la tarde –incluso los sábados-, no cerraban al mediodía, como a diario, hora ésta en la que por cierto registraban una concurrencia importante de quienes acudían a comprar lo que necesitaban, desde abarcas, una gorra, un traje de pana y mantas para el invierno hasta bacalao seco, tocino bien gordo y salado –de aquel que venía en grandes cajas de madera- o jabón, arenques en los ultramarinos, y pintura que hacían a la carta en la misma droguería. El jueves anterior al Domingo de Ramos –por señalar una cita puntual-, no faltaban los manojos de romero. El horario continuado que se dice hoy permitía atender las necesidades de las gentes desplazadas desde muchos puntos de la provincia y especialmente de los pueblos cercanos, de manera que podían regresar a una hora prudente a sus localidades de origen bien en los coches de línea o en el tren y naturalmente quienes por la proximidad preferían hacer el desplazamiento en caballería y algunos incluso andando, que también los había. Porque el viaje a la capital en coche particular –eran contados los que había- además de ser un lujo reservado a unos pocos no se llevaba, y hablar de parque de vehículos era un eufemismo y en según qué casos hasta una burla. Eso sí, antes se había comido a base de bien en La Oficina, La Apolonia o Casa Félix y los más distinguidos en el Hotel Comercio.

La evolución de la sociedad acabó como con otras tantas cosas con el día de mercado semanal. El que sigue denominándose así y continúa celebrándose cada jueves –a veces miércoles, según se ha dicho- tiene que ver muy poco, casi nada siendo generosos, con el de aquella época.

© Joaquín Alcalde, primavera 2022

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