Epílogo.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Epílogo

 

Han pasado cinco largos años desde aquellas fechas en que me vi envuelto —voluntario o por fuerza— en la aplicación del perdón que ordenara La Suprema para los condenados de Zugarramurdi y otros pueblos, y en la pública rectificación de los errores cometidos en el malhadado Auto de Fe de 1610. Años negros para todos porque, tal vez por nuestros pecados o por la adversa fortuna,  la peste ha sentado sus reales en esta tierra y no tiene trazas de que vaya a abandonarnos tan pronto; de hecho, no se ve más que desolación y llanto a nuestro alrededor.

Echando la vista atrás, sólo encuentro rastros de espectros en mi vida: mis suegros murieron hace bastantes años; dos de mis hijos y muchos de mis conocidos, también; de mi hermano que quedó en Montenegro no tengo noticias, tal vez ya esté en la fosa..., y es que en estos tiempos difíciles que nos ha tocado vivir, si no es la peste son las guerras, o la miseria, pero todo nos lleva inexorablemente hacia el luto y la mortaja, como dice el poeta don Francisco de Quevedo, de cuyos versos saco harto consuelo.

Ya formidable y espantoso suena,

dentro del corazón, el postrer día;

y la última hora, negra y fría,

se acerca, de temor y sombras llena.

 

Si agradable descanso, paz serena

la muerte en traje de dolor, envía,

señas da su desdén de cortesía:

más tiene de caricia que de pena.

 

¿Qué pretende el temor desacordado

de la que a rescatar, piadosa, viene

espíritu en miserias anudado?

 

Llegue rogada, pues mi bien previene;

hálleme agradecido, no asustado;

mi vida acabe, y mi vivir ordene.

Versos que leídos con calma templan el espíritu y convienen al buen entendedor, que es mi caso, pues para mi desgracia contraje unas fiebres malignas a poco de liberar a los presos de las cárceles secretas que han ido mermando  silenciosamente mi  salud, trastocando mis planes de gozar  una vejez dorada. 

Lo cierto es que me vi obligado a seguir con mis obligaciones hasta que fue nombrado mi sucesor, un joven licenciado en leyes procedente de la vecina ciudad de Soria, Guzmán de Diego, coincidiendo en el tiempo con la partida de don Alonso de Salazar, mi valedor,  que se iba para  tierras  andaluzas con destino al obispado de Jaén, que hacía tiempo le habían prometido.

Con su marcha, ya nada me ataba al cargo y, realmente, tan sólo aspiraba a vivir con decoro los días que me quedaren de vida, que parecían no ser muchos, y morir en paz.

Pasaron los meses de estío del año del Señor de 1621 apuntando una leve mejoría, pero a la vuelta de Fuenmayor —donde gozaba de la compañía de mis cinco nietos— mi salud se hizo cada vez más quebradiza. Las fiebres arreciaron y mis fuerzas, ya debilitadas, se perdieron para siempre obligándome a permanecer todo el día postrado, teniendo como único consuelo  el poder contemplar un rinconcito del cielo de Logroño a través de las celosías de mi estancia, acechar el vuelo fugaz de alguna golondrina, o seguir el paso grave de las cigüeñas que rompían la uniformidad del azul. Mis días cayeron en una pesada monotonía sólo alterada por la lectura de algunos libros que me proporcionaba don Julián, el viejo arcipreste de Santa María.

Catalina, valiente y corajuda como siempre, cargó con mi penoso final con grandes dosis de resignación y buenas maneras. 

A estas alturas de mi historia, en que todo se ve más claro, quisiera destacar dos verdades que he aprendido de la vida: la primera,  que la felicidad siempre se esconde en las cosas más pequeñas, en las menudencias de cada día, sobrándonos casi todo lo demás por superfluo;  y la segunda, que es importante atinar en la elección de tu camino para  tratar de vivir en paz contigo mismo y con los demás...

Y después de esto: ¿qué otras razones puede dar un verdugo?

 

En fin, no pretendo cansar a vuestras mercedes con mis postreras reflexiones, y tan sólo quisiera despedirme con aquellos versos que no ha mucho leí del genial autor del Persiles y Sigismunda  que me vienen como anillo al dedo:

Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

gran señor, éstas te escribo...

Versos  que  trascienden   sensaciones idénticas a las que ahora siento y  que me llevan a recordar aquellos versículos latinos  que  me  obligara a traducir don Cosme cuando yo era un muchacho:

«Libera me Dómine de morte æterna,

in die illa tremenda:

quando  cæli movendi  sunt  et terra,

dum véneris judicare sæculum per ignem»

 del Oficio de Difuntos.

 

Perdonen que les deje un momento: la muerte está llamando a mi puerta...

© Pedro Sanz Lallana

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

Epílogo.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

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