12.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Capítulo 12º

Las confesiones brujas

Reinició don Ferrando la lectura tras embuchar un trago largo de agua que le hiciera pasar junto con el líquido elemento el mal momento sufrido poco antes, y dijo:

—Confiesa la testigo María de Ximildegui —levantó su voz campanuda para achicar los rumores que todavía caracoleaban por el fondo de la sala en boca de algún clérigo díscolo— que, aun siendo natural de Zugarramurdi, había vivido desde niña en Ciboure, pueblecito de Francia próximo a la muga, donde aprendió las malas artes de la brujería en un conventículo que había en este lugar, y que todos los viernes participaba en los  akelarres convocados por las brujas francesas;  pero que debido a la fuerte persecución que se hacía contra ellas en el país vecino, decidió volver a su pueblo como sirvienta con la intención de olvidar la brujería cuyos efectos malignos conocía muy bien, pues quedó horrorizada al caer en la cuenta de que estaba condenada al Infierno para siempre porque cuando iba a misa no veía la hostia santa al alzarla el sacerdote, sino una nube negra en su lugar, pues es cosa  probada que los que pertenecen a esta secta no pueden ver la forma consagrada; este hecho hizo que reconociera el grave pecado en que estaba sumida y el daño que había procurado a su alma, por lo que dedujo que le esperaba la condenación eterna. —Hubo aprobaciones en forma de murmullos en toda la sala. Continuó leyendo tras una breve pausa—. Y dice que por aquellos días cayó enferma de tristeza y decidió tornar a la casa de sus padres en Ciboure; al verse en tan mal estado, confesó sus pecados a un sacerdote del lugar, que le dio muy buenos consejos para que dejara la secta de los brujos, que se volviera a la fe verdadera e hiciera áspera penitencia a imitación de los santos, cosa que ella aceptó con gran alegría sabiendo que con ello alcanzaría la salvación; cuando estuvo curada de melancolía, solicitó el perdón al señor obispo de Bayona, abjuró públicamente del demonio y fue readmitida en el seno de la Iglesia con un nuevo bautismo simbólico que presenció el pueblo entero; desde entonces dice que ya puede ver la hostia  tal como lo hacía antes de hacerse adoradora de Satanás, lo que prueba que está en el camino de la fe.

La historia de esta arrepentida es oportuna porque cuando volvió a Zugarramurdi,  pronto advirtió que, en unas cuevas existentes a las fueras del pueblo, había algunas mujeres que se reunían para practicar la brujería asistiendo a akelarres tal como ella había hecho antes en Francia; por esto se vio forzada a denunciar a Estebania de Navarcorena y otras compañeras de cita ante el párroco fray Felipe de Zabaleta, que las llamó y obligó a hacer pública confesión de su mala vida y renunciar a su condición de sorguiñas  para que regresaran al redil de la fe verdadera, cosa que parece ser ellas aceptaron de buena voluntad, pues ignoraban que hicieran mal a nadie con sus akelarres y sus fiestas.

Pero no hicieron una renuncia de corazón, porque a partir de ese día empezaron los males para la conversa María Ximildegui, ya que los otros brujos junto con el diablo decidieron vengarse de ella por alcahueta no dejándola en paz, asustándola y maltratándola por haber denunciado a sus acólitas, y para que tornara a su secta.

Cuenta la tal María que, a poco de aquellos hechos, vino a su caserío Graciana de Barrenetxea en figura de yegua junto con otros demonios disfrazados de perros, puercos y cabras, que entraron en su huerta y le destrozaron las berzas y boronas que tenía plantadas; como rechazase  el irse con ellos, volvieron otro día a buscarla toda una legión  de  diablos a la casa donde se ocultaba  con otras gentes que la protegían con cruces y estampas, pues era noche de akelarre  y estaba segura de que vendrían para llevársela o castigarla.  En efecto, acudieron Miguel de Goiburu y otros brujos con Lucifer a la cabeza haciéndole señas de que les acompañara, y le amenazaron con cortarle el pescuezo si no lo hacía. A la vista de semejante compaña,  ella gritó: «Dejadme en paz, brujos malditos,  no me persigáis más, que harto tiempo he servido a Satanás». Y luego cogiendo un rosario y levantando la cruz les dijo: «Ahora sólo a Cristo quiero servir y moriré por Él si preciso fuere», y se santiguó dando grandes voces de Jesús, María y José, a cuyos nombres desaparecieron todos los diablos huyendo por el tejado con ruido como de tormenta, y dejando un tufo espeso de azufre en el aire...

—¿Y no sería que estalló realmente una tormenta en semejante ocasión y en los rayos y centellas quisieron ver figuras y espantos? —preguntó don Alonso de Salazar interrumpiendo una vez más la lectura a don Ferrando.

—Pues no lo sé —respondió sorprendido el interpelado—: yo me limito a leer lo que aquí está escrito.

—¿Y esos animales que se citan, no serían venidos de una cuadra próxima que se hubieran escapado?

No hubo respuesta. Los otros inquisidores se mantuvieron en una indiferencia orgullosa, distante y fría como no compartiendo la observación de su correligionario.  Tras la pregunta, el silencio se hizo consistente, denso. Don Alonso desplegó una sonrisa inocente y añadió:

—Lo más probable...; pero prosiga, prosiga...

El secretario suspiró profundamente y reanudó la lectura con la aquiescencia de la sala, alguno de cuyos miembros rebulleron inquietos:

—Luego,  para vengarse de ella, le arrancaron las judías que había plantado en  el huerto y le destrozaron muchos manzanos; no contentos con tanto daño, fueron a un molino que tenían sus padres a las afueras del pueblo y lo desbarataron rompiendo el rodezno,  desencajando el husillo y echando al agua la piedra de moler. Después, el demonio junto con otros muchos levantaron el molino que estaba puesto sobre cuatro pilares y lo llevaron por el aire hasta lo alto de un cerro que había allí cerca, donde lo tuvieron un rato con mucho regocijo y risa por parte de ellos; y las brujas decían: «En casa parecemos ancianas, pero aquí somos unas buenas mozas», por la fuerza y habilidad que mostraban; cuando se cansaron, volvieron el molino a su sitio tal como lo llevaron, pero dejaron la piedra de moler tirada en el agua que de allí ni un mulo pudiera sacarla. Y al final se fueron con mucho sentimiento de no haber podido volver a su banda a la dicha María de Ximildegui, que seguía como buena cristiana rezando el rosario en su casa rodeada de fieles devotos.

Siguen  —dijo el   secretario después de otra breve pausa— unas declaraciones que hizo el citado Miguel de Goiburu, que por ser el primero y principal de la secta bruja se mostró muy negativo al principio, aunque luego, llevado de la mano de los religiosos que le asistieron en las declaraciones, llegó a reconocer sus maldades y arrepentirse,  gracias a Dios, sirviendo de ejemplo  para el resto de los detenidos, por lo que espero sea reconciliado en efigie ya que el susodicho sujeto está muerto, como ya he declarado a sus mercedes anteriormente.

Decía que él fue elegido rey por Belcebú, y que era el encargado de convocar a todos al akelarre. Para ir allí lo hacían volando, sirviéndose de un agua mágica que sólo ellos tenían; este agua verdinegra y muy mal oliente se la untaban en los pies, las manos, los pechos, en las partes vergonzosas, y tenía la virtud de hacer salir volando por las ventanas, o por cualquier resquicio o agujero que hubiera en la casa a los que se ungieran con ella;  de esta guisa llegaban a la campa de sus reuniones.

También dice este Miguel que Satanás estaba siempre presente en sus celebraciones y que solía aparecerse sentado en un trono como de oro, con gran majestad y rostro de persona airada.  Como cosa curiosa señala que el diablo presenta una corona de cuernecillos en la cabeza, destacando tres de ellos que son más grandes que el resto: dos como de macho cabrío que le nacen en el colodrillo y uno en la frente, muy parecido al unicornio, del que sale una luz con la que ilumina la cueva y a todos los que allí están. Su claridad es mayor que la de la luna, pero menos que la del sol, suficiente para que se vea bien. Tiene los ojos redondos, grandes, encendidos y espantosos; la barba como de chivo y el cuerpo mitad hombre, mitad macho cabrío con rabo de asno. Los dedos de las manos son de persona pero con uñas corvas semejantes a las de un ave de rapiña. La voz resulta destemplada y cuando habla suena como rebuzno, aunque se le entiende claramente.

Si llevan algún novicio, lo primero que hacen es presentarlo ante el demonio. Éste le  manda hincarse de rodillas para que reniegue de Dios y de la Virgen María, del bautismo, y lo reciba como único señor, porque dice ser su dios y que le llevará al verdadero paraíso. Entonces el neófito le besa la mano izquierda, también en la boca y en los testículos; luego el diablo se revuelve del lado izquierdo,  levanta la cola de asno que lleva y le enseña el culo para que se lo bese también al tiempo que se tira una ventosidad muy mal oliente.

«Ja, ja, ja, ja...», se oyeron unas sonoras carcajadas en la sala a propósito del cuesco luciferino, mientras algunos miembros del tribunal se miraban con caras sorprendidas; don Alonso de Salazar se desternillaba de risa; el otro don Alonso, el inquisidor principal, echó mano de la campanilla que agitó en el aire con indignación advirtiendo a sus reverencias de la seriedad que requería el caso  y que no estaban allí para hacer chanza de la herejía; nadie de los alborotadores se dio por aludido; no obstante, al cabo de unos minutos se hizo silencio. A un gesto del inquisidor continuó el secretario, don Ferrando, que había mantenido durante todo este tiempo una cara estólida, como de cera.

—A continuación —se detuvo un instante—, hincándole el diablo una uña le hace una herida y saca sangre al neófito que es recogida en un paño para que valga de testimonio en el futuro, cosa que le produce un gran dolor, quedándole una marca para toda la vida. Y en la niña de los ojos le hace otra señal con un canuto de oro sin causarle mal; esta señal ocular tiene forma de escuerzo y sirve para reconocerse entre ellos. Después, el demonio, en agradecimiento a la maestra o maestro que trae al novicio, le da unas monedas de plata y un sapo vestido, que en realidad es un demonio bajo esa apariencia, para que lo adjudique como ángel protector al nuevo miembro.

Las partes del cuerpo donde el diablo hace estas señales quedan como dormidas, de manera que aunque les claven agujas en ellas no siente dolor ninguno. En efecto, este Miguel declara tener una en el muslo izquierdo y aunque le pinchen dice no notar el daño, como se pudo comprobar hincándole una aguja lanera en tal sitio. Otro brujo  llamado Domingo de Subildegui, francés, vecino de Zugarramurdi y carbonero de profesión, dice que el diablo le marcó en la boca del estómago y era maravilla ver cómo pinchándole por donde él decía se tenía tiesa la aguja sin notar padecimiento alguno; en cambio, poniéndosela en cualquiera otra parte del cuerpo, luego se quejaba y sentía un gran dolor.

En el akelarre, después de los reniegos, se suele hacer como un baile alrededor de unos fuegos fingidos que el diablo crea; fuegos que dicen son como los del infierno, esto es: que no queman; y que si te metes en medio de ellos no notas calor ni tormento físico; por esto afirman los de esta secta que en el infierno no hay pena por el fuego, sino holganza, y que pueden hacer todo el mal que quisieren en esta vida pues el castigo del infierno no existe, muy al contrario de lo que predican los curas...

El silencio que había en la sala era sepulcral. El secretario levantó la vista de los papeles y estalló con un rugido:

—¿Han oído vuestras reverencias lo que son capaces de afirmar estos malditos hijos de Satanás? ¡Se atreven a negar la veracidad de los fuegos infernales contraviniendo las Sagradas Escrituras!  ¿Qué más se puede esperar de estos monstruos? —Agitó repetidas veces la cabeza como no dando crédito a sus mismas palabras; miró de soslayo a don Alonso de Salazar y suspiró profundamente—: ¡Negar el fuego del Infierno! ¿Hasta dónde puede llegar la osadía de estos malvados que ignoran la palabra de Dios sin desatar su cólera divina? Effunde iram tuam in gentes quae te non noverunt, et in regna quae nomen tuum non invocaverunt, dice el salmista con muchísima razón...

Prolongó intencionadamente la pausa lanzando encendidas llamaradas de odio al vacío; luego bebió un sorbo de agua para serenarse y poder seguir leyendo.

—El txistu, el tamboril y los atabales eran los instrumentos que tocaban en estos bailes  nefandos Juan de Goiburu y Juan de Sansín, que eran primos y de Zugarramurdi; todos bailaban desnudos con las vergüenzas al aire por las cuevas y campas sin pudor ni recato. Dicen que las danzas y fiestas duraban hasta el canto del gallo, momento en que volvían todos a sus casas volando tal como lo habían hecho al ir.

Declaran estos dos arrepentidos que cuando buscan hacer brujos, lo primero que procuraban era ganarse a alguno de los muchachos dándoles algunas manzanas, nueces  u otra cosa pidiéndoles que fueran con ellos a un lugar donde se divertirían mucho. Si se negaban, los toman de sus camas por la fuerza mientras dormían, habiendo advertido previamente que sus padres no les hubieran echado agua bendita al acostarlos, o puesto reliquias de santos en la cabecera, que con estas prevenciones ellos no pueden llevárselos. Y a los jóvenes que convencen para que vayan con ellos los ocupan en vigilar los escuerzos de la manada que suelen tener, advirtiéndoles de que los traten con mucho respeto pues son diablos, y a los que no lo hacen les castigan cruelmente azotándolos con espinos, como dice que le pasó a María de Jaureteguía que por volver con el pie a un sapo que se apartaba de la manada y no con la varilla que les daban para cuidarlos, la castigaron dándole muchos azotes y pellizcos, cuyos cardenales le duraron unos cuantos días. A estos sapos los suelen llevar vestidos de  diferentes colores,  con un capirote en la cabeza como de fraile, adornos y otros dijes. Cada uno cuida a su sapo pensando que es su protector. En señal de respeto, han de  darles de comer y beber; y si no lo hacen, se lo reclaman diciendo: «Dame de comer señor ruin, que parece que no me quieres», pues hablan claramente con ellos.

Descansó un momento el lector. Arregló los papeles que se le habían descabalado un tanto y, al cabo, prosiguió:

—Beltrana Fargue, mendiga francesa casada con el menesteroso Martín de Huarteburu, mujer de ubres generosas y lujuria exacerbada, declaró que daba el pecho a su sapo y que muchas veces éste se alargaba desde el suelo saltando hasta cogérselo. Y que se lo acariciaba con gran placer. Otras, tomaba la forma de un muchacho pequeño y lloraba para que le diera de mamar. Estos sapos avisan y despiertan a sus amos cuando es la hora de ir al akelarre, pues aunque son demonios, hacen como ángeles de la guarda que avisan y protegen. De ellos sacan el agua con que se untan para volar, destruir los campos y hacer polvos venenosos y ponzoñas. Este agua, declaró Juan de Sansín, la confeccionan de la siguiente manera: después de dar de comer al sapo, lo azotan suavemente con una varita y él se va hinchando poco a poco hasta ponerse cuasi redondo. Luego lo aprietan contra el suelo, o con las manos, y el sapo vomita por la boca o por el ano un agua verdinegra hedionda que recogen en una jícara y la guardan. Y así, cuando tienen que ir a los akelarres se untan para poder volar diciendo: «Señor, en tu nombre me unto. Yo soy uno contigo».

Alguien del fondo exclamó: «Santo Dios, qué asco» y enseguida se oyeron cuchicheos apagados exigiendo silencio. Don Ferrando apenas si levantó la mirada de los papeles para seguir leyendo.

—Los sapos también cumplen el oficio de guías cuando van por los aires porque vuelan  muy bien. Ha de saberse que estos sapos, como diablos que son, pueden hacerlo y conducen a las brujas para que no se pierdan en la oscuridad, como si se tratara de una estrella o de un ave.  También pueden ir a grandes saltos por los caminos dejando atrás ríos y montañas, de forma que en muy breve tiempo llegan al sitio deseado; de esta forma los brujos pueden acudir sin ser vistos ni notados, ya sea de día o de noche.

Algunos no pudieron reprimirse más y estallaron sonoras carcajadas cerca de donde yo estaba. Don Ferrando detuvo la lectura con gesto contrariado. El promotor de tales risas era un canónigo de la concatedral de Santa María que había mantenido una actitud jocosa, a veces irreverente, durante todo el relato de las confesiones. Algunos del tribunal se volvieron hacia él con cara de reproche aunque a duras penas podía contenerse, el rostro congestionado por la risa , tratando de amortiguar el escándalo con ambas manos sobre la boca. Pero se hizo silencio y prosiguió la lectura.

—Juan de Etxalar confesó que él era el verdugo encargado de castigar a los que hablaban de cosas de brujos con personas ajenas, pues ponían a todos en grave peligro de ser delatados; a los que tal hacían, los azotaba con espinos hasta hacerles sangrar. Luego, en señal de perdón y de arrepentimiento, sacaba un botecito de barro que guardaba en su botica de ungüentos  y les untaba las heridas mitigando el dolor de los azotes. Este hombre fue de los últimos detenidos  por fray León de Araníbar, y al ver que los otros ya habían confesado en su contra, aceptó los cargos que decían contra él por lo que se hizo confitente y aceptó la reconciliación.

María Chipía de Barrenetxea, hermana de Graciana de Barrenetxea, dice que muchos niños habían declarado en la villa de Vera el haber asistido a algún akelarre; pero que les habían llevado allí los brujos a la fuerza y que les pegaban cuando se negaban a ir. Para prevenir tal daño, los padres determinaron que el vicario de la iglesia del pueblo, don Lorenzo de Hualde, clérigo de origen francés y malquisto por algunos parroquianos, recogiera a todos los niños los viernes y se los llevara a dormir a su casa bendiciéndoles antes de acostarlos y conjurándoles con agua bendita para impedir el rapto por parte de los brujos. Y dice que los diablos acudían a ver si los podían sacar haciendo ruidos por el tejado y riéndose del cura por el cuidado que ponía en evitarlo, pues quedábase de vigilia desde el toque del ángelus de la tarde hasta el argi-ezkila de la mañana —que entrambas dos horas es cuando salen las brujas— revestido con el sobrepelliz y la estola, el libro de oraciones en una mano  y el hisopo en la otra, rezando letanías y asperjando las paredes para que no fueran tomados los muchachos. Señala que eran más de treinta los diablos que andaban subidos por la techumbre haciendo ruidos y quebrando tejas. Otros padres protegían sus casas poniendo ramitas de laurel bendecido el domingo de Ramos o con cruces de fresno en puertas y ventanas para impedir la entrada de estos partidarios de Satanás.

Los brujos y brujas, es cosa sabida, se pueden transformar en  animales y aparecerse a las gentes de esta guisa, tal como hemos anotado al comienzo de estas confesiones, a pesar de que hay quien lo pone en duda —y dejó la mirada perdida durante unos segundos en un punto indeterminado del fondo para disimular su resentimiento, siendo que su pensamiento estaba clavado en la figura de don Alonso de Salazar, que quedaba justo a su derecha—y declara haber comprobado Martín de Amayur, vecino de Zugarramurdi, que nada tiene que ver con la secta bruja; cuenta el buen hombre que una noche cuando iba a su molino que dista media legua del pueblo, tuvo que pasar cerca de las cuevas donde suelen estar celebrando los akelarres; y dice que le salieron a espantarle varias brujas disfrazadas de animales; él, para defenderse, agarró un palo y atizó un buen golpe en la cabeza a una de ellas que tenía el aspecto de zorra vieja —tornaron los murmullos y risas apagadas—. Días más tarde se enteró de que una tal María de Gorotzito,  que era natural del pueblo de Ainhoa, vieja bruja conocida por todo el mundo y amiga de María Presona, tan perversa como ella, de unos 70 años de edad,  estuvo muy dolorida en la cama durante algunos días diciendo que «alguien le había dado un golpe en la cabeza con un palo», lo que le llevó a la muerte poco tiempo después como consecuencia del daño recibido;  y el pobre molinero tuvo tan grande espanto de este encuentro que en llegando al molino cayó desmayado, y si no fuera por su mujer que lo encontró inconsciente a la mañana siguiente, allí fenece sin confesión.

María Presona y su hermana Mari Juanto, a la que llamaban de Aguirre, declararon ser cierto lo señalado por Martín y culparon de todo lo ocurrido a la difunta, que fue quien les animó a salir a los caminos para asustar a los hombres disfrazadas de zorras y cornejas. Ambas dos fueron presas y traídas a estas cárceles donde han confesado los hechos relatados como verdaderos.

También  se podían convertir en perros y gatos, como cuentan tres vecinos del mismo pueblo que se hallaron una noche rodeados por un montón de estos animales y se vieron forzados a sacar las espadas que llevaban al cinto dando mandobles al aire; los brujos disfrazados al ver que les atacaban con espadas  se pusieron en fuga metiéndose todos en una charca que había cerca de la cueva desapareciendo dentro de ella;  estos vecinos, espantados, corrieron con gran furia hasta llegar a sus casas encerrándose en ellas sin atreverse a salir, que el espanto les duró ocho días y se pusieron muy enfermos llegando casi a la muerte, si no es porque les llevaron el santo  viático y se les aplacó el miedo. De resultas, les salieron pupas por toda la cara a los buenos hombres y se les cayó el pelo quedando calvos como huevos.

Estalló una nueva andana de risas que don Alonso Becerra permitió en esta ocasión explayar durante unos minutos. Él mismo no pudo evitar una sonrisa inocente, angelical. Por el contrario, don Juan de Alvarado no rió, manteniéndose siempre adusto, siempre con un rictus amargo que le cruzaba la cara de lado a lado. Al cabo, el inquisidor hizo sonar la campanilla y suplicó calma.

—Eso es lo que pone aquí... —trató de justificarse ingenuamente el secretario presentando a los divertidos oyentes los papeles que tenía en la mano; mientras, se fue recobrando el silencio—. Estos hechos que constan en las actas son totalmente ciertos, reverendos señores. Es más, los mismos sujetos confiesan haber visto ocultos en la oscuridad del monte a más de cien figuras de animales de ambas especies que, aseguran ellos, les miraban con ojos encendidos como de fuego...

No es para descrito el escándalo que se formó en el fondo de la sala cuando don Ferrando  terminó de leer la última frase. Las carcajadas se hicieron tan estruendosas que de nuevo tuvo que interrumpir la lectura. Don Blas de Alberite, el jocundo canónigo ya señalado, sacó un enorme pañuelo para enjugarse las lágrimas que le brotaban fruto de la risa. He de hacer notar que yo, como observador objetivo y ajeno al tribunal, era muy consciente de que para algunos reverendos  señores aquellos hechos extravagantes eran tan ciertos como la Biblia, lo que les hacía estar perplejos, desorientados sin saber a qué carta quedarse, ni entender que estas cosas resultaran tan divertidas para algunos de sus colegas: reflejo fiel de los dos bandos en que estaba dividido el tribunal inquisitorial de Logroño como, sin duda, habrán advertido vuestras mercedes, siendo franca mayoría el bando de los crédulos.

—En los akelarres —prosiguió don Ferrando al cabo de un rato— estaba prohibido el pronunciar palabras religiosas ni nombrar a Jesucristo, la Virgen o a los santos pues traía malas consecuencias para los diablos. Cuenta María de Etxatxute, presa ahora en las secretas y muy negativa, que una vez vino al pueblo  una tal Colette, gitana francesa que bailaba muy bien dando grandes saltos al tiempo que tocaba las castañuelas a la que invitaron a su reunión; resulta que con la mucha admiración alguien exclamó: «¡Jaungoikoa¹,  qué bien lo hace!», y al punto desaparecieron todos los diablos que estaban en la fiesta, quedándose ella sola a oscuras en la campa, por lo que resultó muy  espantada y corrió a su casa llamando a voces a su marido, un tal Juan François, que era de San Juan de Luz, y a duras penas pudo quitarse el susto.

Por su parte, declara Pedro de Juangorena, de 36 años, labrador, también preso en nuestras cárceles, que ha resultado ser malvado y blasfemo,  que salió a los campos a destruir los frutos y los trigos para vengarse de unos vecinos que le habían llamado “brujo”, junto con otros demonios, y que iban haciendo más ruido que una docena de caballos al galope. Como al principio era muy novicio en esto de hacer males, no se dio cuenta y dijo: «¡La hostia santa, que parecemos un ejército al ataque!», por el estruendo que metían; —algunos reverendos se santiguaron piadosamente al sentir semejante blasfemia— resultando que al citar al Santísimo Sacramento desaparecieron todos los brujos  que le acompañaban quedando él sólo perdido  en medio del campo sin entender lo que acontecía, por lo que tuvo mucho miedo y fue muy crudamente castigado. Este sujeto, por cierto —comentó don Ferrando sacando fruto de su cosecha sin atenerse al texto—, se mostró a lo largo de los interrogatorios muy rebelde, y hasta se atrevió a escupir al fraile dominico que se acercó humildemente para aconsejarle que confesara sus crímenes y se pusiera a bien con Dios; pero él, lleno de veneno diabólico le escupió un salivazo en la cara alegando que era inocente, que no tenía nada que confesar y que los únicos brujos que hay en la tierra eran todos los que llevaban sotana...

Se repitieron las risas apagadas que el secretario cercenó en seco:

—Ya ven vuestras reverencias la proterva maldad de estas alimañas...

Logró un discreto silencio en la sala y siguió leyendo:

—Los brujos hacen sus maldades por tierra, mar y aire, cosa harto sabida según consta en múltiples ejemplos que citan los Santos Padres y que llegó a padecer en sus carnes el mismo Jesucristo, nuestro Señor, como atestiguan los Evangelios... —dijo en un alarde de piadosa erudición—. Así pues, declara Juan de Etxegui cómo una noche estando con el diablo en el akelarre, les avisó que venían tres navíos por el mar y que debían ir a causar tormentas y destruirlos por llevar la enseña de la Santa Cruz en las velas.  Dicho y hecho. Fueron volando hacia Bayona, que queda en tierras francesas,  se internaron dos leguas mar adentro y toparon con los navíos. El diablo que iba en cabeza se echó hacia atrás, agitó con una mano las aguas y con voz ronca dijo: «Aire, aire, aire, que se embravezca el mar...»,  y al punto se levantó una tempestad tan furiosa  que los navíos acabaron por hacerse pedazos chocando contra unas rocas, con gran regocijo por su parte.

Hizo una pausa don Ferrando. Se sirvió agua de la jarra que tenía en el bargueño, bebió  y reemprendió la lectura.

—Juan de Odia, brujo de Urdax, de profesión carbonero y cedacero, declaró que en las vísperas de las fiestas cristianas como son las Pascuas, el Corpus Christi, los Santos..., se juntaban todos los brujos y confesaban sus pecados a Satanás; y se acusaban de las veces que habían entrado en una iglesia, las misas que habían oído, de los males que pudiendo haber hecho habían dejado de hacerlo y demás. Entonces el demonio les reprendía severamente por no hacer todo el mal que podían. Luego, como si se tratara de una fiesta cristiana, preparaban un altar con telas negras y velas de sebo, organizando una misa macabra presidida por el mismo Diablo que cantaba con una voz horrible himnos litúrgicos plagados de blasfemias y palabras obscenas; acabada la falsa plegaria, les predicaba desde su trono un sermón en el que les exhortaba a que fueran malvados y pecadores pues él les iba a salvar y llevar a su paraíso donde gozarían de todos los placeres que los cristianos tenían prohibidos. Y que disfrutaran de todos los dulzores de la vida, de la lujuria y de la gula, que bien sabían ellos que no había Infierno...

Don Ferrando se detuvo para poner de nuevo el grito en el cielo:

—¡Señores, insisten en que no hay Infierno! ¿Hay mayor herejía que ésta? A porta Inferi, liberanos Dómine.

Desde el fondo se oyó un «Amén» rotundo. El inquisidor mayor le reconvino fraternalmente para que no alargara la lectura con consideraciones personales.

—No se demore en comentarios, don Ferrando, se lo ruego.

El aludido aceptó la humillación con una leve inclinación de cabeza.

—A la hora del ofertorio,  la reina del akelarre, primero Graciana de Barrenetxea y luego María de  Arburu, tomaba un portapaz con la figura del demonio y una especie de bacinilla y se sentaba en una silla negra junto al diablo. Entonces los brujos, empezando por el más viejo, acudían a besar a su dios  haciendo tres reverencias con la rodilla izquierda hincada en el suelo, y echaban algunos dineros en la bacinilla: unos ofrecían unos maravedís, otros dos o tres reales, según la riqueza de cada cual. Después pasaban las mujeres ofreciendo huevos, pan, vino y otras cosas que llevaban en unas cestas y que servían para el banquete que se tenía después de la misa; dejaban los alimentos, se postraban delante de él hincando las rodillas en tierra y le besaban la mano izquierda; dos brujos que hacían las funciones de monaguillos levantaban las faldas al diablo para que le besasen el culo, dándoles al tiempo una ventosidad muy horrible por el olor, como ya saben sus reverencias  y ruego me perdonen términos tan escatológicos que vienen aquí escritos... —se reprodujeron las risas de ocasiones anteriores; el canónigo de marras, don Blas, no pudo contenerse y rió como un poseso, encargándose don Ferrando de cortarle la risa con un severo gesto de la mano—. Cuando acababa la adoración, proseguía la misa retomando las canciones obscenas del comienzo, y alzaban una cosa redonda como si fuera cuero negro a la que todos adoraban dándose golpes de pecho y diciendo: Akerra gora, akerra bera,  que quiere decir: Cabrón arriba, cabrón abajo.

Cuando pronunció estas palabras el lector, se oyeron voces de protesta por toda la sala y golpes en el estrado; incluso algunos se pusieron en pie clamando al cielo por semejante  escándalo que ya no podían soportar por más tiempo sus castos oídos; fray Alonso, el inquisidor mayor, hubo de poner orden a golpe de campanilla:

—Cálmense sus reverencias, siéntense, que ya vendrá el día de la venganza, como dice el Señor... Cálmense, se lo ruego.

Poco a poco se fueron apaciguando los ánimos; las voces aún perduraron un rato hasta conseguir completo silencio; cuando se tranquilizaron, invitó al secretario a proseguir con la lectura.

—Y lo mismo sucedía cuando alzaban el cáliz que era una copa como de cobre, sucia y fea. Después les ofrecía comer de la hostia negra y beber del cáliz amargo a todos los brujos que había allí con él; les daba  un trozo de aquel cuero negro que resultaba ser muy áspero y un trago de la copa que tenía una bebida parecida a sangre, la cual, en tragándola, enfriaba mucho el corazón. Acabada  la  misa, el diablo entraba a todos: hombres y mujeres, carnal y contra natura, esto es: por detrás —hizo una pausa táctica el secretario esperando una reacción entre los oyentes que no se produjo; miró en redondo y siguió leyendo—. Luego que el demonio hubiera cometido estas maldades y otras más abominables que no son para descritas por escandalosas, todos se mezclaban y fornicaban unos con otros sin consideración de grados o parentescos, y el diablo los apareaba diciendo: «Venga, a fornicar todos juntos que eso es bueno para el cuerpo», cometiendo acciones torpísimas y nefandas maldades.

Al oír las últimas palabras estalló un gran alboroto en la sala porque ya se hacían insoportables tamañas expresiones que se repetían con salaz delectación. Fray Alonso Becerra, desesperado, no sabía qué hacer con la campanilla. Se puso de pie y gritó:

—¡Silencio, por Dios Santo! —tratando de imponerse al tumulto. Don Ferrando detuvo la lectura—. Sosiéguense vuestras reverencias, que no es más que el testimonio de los hechos; pronto podremos dar cumplida cuenta de tanto pecado con estos malditos hijos de Satanás. Pero ténganse sus reverencias y no se dejen llevar de la justa cólera que les embarga. Permitan que concluyamos  la lectura...

Don Ferrando miró a la audiencia y con una calma estudiada tomó los papeles que había dejado sobre el atril. Los reagrupó golpeando suavemente el borde inferior del cartapacio contra el metal. Sabía que era tiempo de concluir aquel escándalo aunque le quedasen los últimos pliegos por leer...

¹ En euskera: ¡Dios!.

© Pedro Sanz Lallana

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

12.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

FORMULARIO  esperamos vuestras Colaboraciones

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