«El cielo gira»

Isabel Goig

En el cine Rex de Soria se estrenó, el pasado jueves 9 de junio, la película de la joven directora soriana, nacida en Aldealseñor, Mercedes Álvarez. Mi desconocimiento del cine como producto, arte y lo que más sea, me impide hacer un comentario técnico sobre la película y, por lo tanto, valorar aciertos o desaciertos, empleo de tácticas o cualquier tema que requiera erudición sobre el arte de hacer películas, tampoco quiero limitarme a entrecomillar lo que de ella se ha dicho, todo positivo, por cierto. Así que me limitaré a escribir sobre El cielo gira desde dos puntos de vista, el de simple espectadora primero, y el que me facilita el conocimiento, creo que si no profundo sí al menos extenso, del mundo rural donde, precisamente, se ha fijado Mercedes Álvarez.

Aldealseñor, el lugar desde el que ella salió a edad muy temprana, tiene censados en la actualidad 49 habitantes, aunque residan menos y el resto (al igual que sucede en toda la provincia) vivan en la capital casi todo el año. Su escuela se cerró en el curso 78/79 a causa de la despoblación, y ese hecho era el anuncio de algo que Mercedes ha venido, veinticuatro años después, a certificar, el final de un enclave donde algún día hubo vida, tanta como 248 almas censadas en 1845, según Pascual Madoz y, sin necesidad de retroceder tanto, 241 en el año 1950.

Fue este pequeño lugar de Soria, enclavado en la comarca de la antesierra, del señorío de los condes de Gómara, cuyo palacio, ahora reconstruido, estuvo valorado en 16.000 pesetas a mediados del siglo XVIII, y que llegó a sustituir al del caballero Francisco de Morales quien, en 1350, tuvo allí una casa fuerte con alta torre, según dicen los legajos. Ganaderos como eran los Gómara, y hombres fuertes del Honrado Concejo de la Mesta, además de la casa-palacio poseían numerosas tierras, junto con sus parientes los Vadillo, por donde debían pasar y pastar los rebaños, pues la cañada real discurre por su término, al igual que lo hace el río Merdancho.

Abolidos los señoríos, los habitantes de Aldealseñor, dueños de sus tierras y sus destinos, formaron una comunidad rural como tantas otras de Soria, con sus fiestas y tradiciones, siempre amparadas por la Iglesia, con sus canciones para pedir por Cuaresma, las bendiciones a los animales por San Antón, las hogueras y las pingadas de mayo, el pago del piso y el canto de las albadas, todavía recuerdo la de Mari Cruz y Juan Manuel quienes, de vivir, llevarían juntos casi sesenta años, y que nos dejaron publicar en nuestro libro “Soria, pueblo a pueblo”. Y me viene también a la memoria la tasca oscura donde un señor servía un vino de Aragón que podía cortarse.

La despoblación vació el pueblo, y el paisaje que Mercedes vio desde su ventana los primeros años de su vida, la loma enfocada ahora con sol o con sombra, o sea, con colores o sin ellos, con una cámara para hacer cine, aparece ya sin gente paseándola, o cogiendo té de risco, o buscando setas, sólo dos de los vecinos, en una secuencia, se pierden por ella diciéndonos “todavía estamos aquí”.

El cielo gira va mostrando los lugares en los que todavía se reúnen los vecinos y lo hace con ellos, en el cementerio, donde Antonino y su amigo recuerdan temas tan telúricos como el día que apareció el cráneo del tío. En el palacio, antes de ser restaurado, mientras las dos mujeres recuerdan la leyenda de la niña que no sabía reír o la de los bolos de oro, tan extendida esta segunda por todo el orbe rural, el oro que escondían los moros, o los cristianos para que los otros no se lo arrebataran como botín de conquista.

Mientras, la silla de Eliseo espera a que su dueño, muy enfermo, salga a tomar el fresco sentado en ella, algo que no va a suceder en toda la película, ya que finalmente muere. Pero mientras esto sucede, Mercedes va rodando el castro de los Castellares, el dolmen de Carrascosa de la Sierra (a pocos kilómetros de Aldealseñor) y los molinos de viento, esos enormes aerogeneradores llegados a sustituir, muchos, muchísimos siglos después, a otros pobladores del entorno, los dinosaurios, que Sara, de Bretún, lugar alejado de Aldealseñor, al pie del Camero Viejo, se encarga de enseñar al comienzo de la cinta, con esa maestría que la ha hecho famosa entre todos los que caminan en busca de las huellas de los dinosaurios.

Hacia la mitad de la película la directora hace intervenir en ella a un pintor de Pamplona, residente en Soria, casi invidente, lo que no le impide realizar aquello que siente como la vida misma, pintar. Se trata de Pello Azketa a quien sobrecoge contemplar viendo con las manos el grueso y rugoso tronco del olmo transplantado desde la plaza (“aquí a veces nos quedábamos hablando hasta las cuatro de la madrugada”, dice una vecina), hacia la parte delantera del palacio. También se mostrará Pello dando vida al paisaje que impregna la película, el de la infancia de Mercedes Álvarez.

Pasan los protagonistas por la pantalla, hablando con acierto sobre lo humano y lo divino, sobre Bush y la guerra de Irak –“a destruir es a lo que van”; sobre el carbonero de Magaña, muerto en el monte por gentes vestidas de azul, durante la Guerra Civil, mientras pescaba y enterrado por aquellos que lo recordaban todavía ante el objetivo de la directora; o de cosas de la casa y de la familia ante la lumbre baja.

Como la acción transcurre a lo largo de un año, las estaciones se suceden, los ganados salen y entran, la nieve cubre los montes, las calles, las casas. A veces, los hombres juegan a la tanguilla y las mujeres acuden a la iglesia para rezar el rosario, previo toque de la campanera. Estando en esas, y siendo época de elecciones, aparecen los vehículos de los dos partidos políticos mayoritarios a disputarse los votos de los de Aldealseñor, como en las primeras elecciones se disputaban el del señor Cayo. “¿Qué nos han traído?”, pregunta un vecino a otro “Caramelos, globos y condones”.

Y ya casi al final la marca de los tiempos, la amigable conversación entre el atleta de Tánger, que pasa corriendo desde Carrascosa a Aldealseñor, ida y vuelta, y se detiene a pegar la hebra con el pastor marroquí, de Casablanca.

La película, que ha recibido numerosos premios, resulta entrañable. La actualidad de Aldealseñor –que existe, como la pequeña fábrica de embutidos o las nuevas edificaciones de dudoso gusto y armonía con el entorno rural- es, pienso que voluntariamente, olvidada. Eso, pertenece a un futuro efímero, alejado de la esencia de un pueblo rural. Tal vez desaparecerá antes que Antonino, Silvano, Crispina... Pero, si permanece, no será Aldealseñor, será un barrio anexo de cuatro o cinco edificaciones de obra vista y pizarra. Lo que Mercedes Álvarez quiere certificar en El cielo gira, es la desaparición del mundo rural como tal, de los rebaños por las cumbres, de la lumbre baja, de las hacenderas, las iluminarias, los mayos y las albadas. De las conversaciones debajo del olmo hasta las cuatro de la madrugada.

© Isabel Goig

El cielo gira

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