Marcelino Camacho
por Luis Castro

 

 I.- La historia política y el movimiento obrero

 Marcelino Camacho recibiendo el premio Mónico Vicente (foto: ateneomonicovicente.com)Hace 20 años, cuando Marcelino Camacho publicó sus memorias (Confieso que he luchado. 1990) ya veíamos que era muy difícil sintetizar en pocas páginas el significado de nuestro paisano como agente histórico. Hoy resulta imposible, así que me limitaré a apuntar algunos de mis recuerdos  y reflexiones sobre él y sobre su relación con Soria.

Pocos años antes de ese libro, Marcelino había dejado la presidencia de CC.OO., pero, como era de prever, siguió luchando hasta el final dentro del sector crítico del sindicato y de la dirección del PCE. Han pasado más de 50 años desde que aparecieran las comisiones obreras y, con ellas, Camacho como personalidad pública, pero los gérmenes de su biografía son aún anteriores y demasiado grande la perspectiva si queremos integrarle en el contexto histórico adecuado. En 1989 Marcelino escribió para el obituario de Pasionaria que “fue la última dirigente comunista y antifascista, reconocida universalmente como una de las más prestigiosas de esa época heroica”.  Análogamente, podría decirse que con Marcelino se va toda una generación de luchadores por la libertad y la dignidad humanas y que quienes venimos después quedamos en cierta orfandad dentro de una deriva universal  cada vez mayor hacia el individualismo, la insolidaridad y principios antagónicos a los que Marcelino defendió.

Él representó como nadie la figura del líder obrero durante los últimos 50 años. En él hemos visto la creencia en el progreso humano y el afán de autosuperación intelectual y moral propios de los ilustrados del siglo XVIII; la capacidad de análisis teórico de los dirigentes de la II y  la III Internacional; la veta austera en su vida personal, que podemos adscribir tanto al “puritanismo revolucionario” como a su simple condición de soriano viejo. Pero, por encima de todo, valoramos su férrea voluntad de lucha por la dignidad colectiva, su tenacidad en ella, su numantinismo.

Con ese genio y figura, está de más resaltar la extraordinaria dificultad de salir adelante en una época como la que le tocó vivir desde su primera juventud en La Rasa. Nacido en 1918, forma parte de esa generación que vivió con ilusión la llegada de la II República, a la que tuvo que defender con las armas durante la Guerra Civil, y, ya como vencido y víctima del fascismo,  hubo de recorrer el largo túnel del “cuarentañismo” (la expresión es de Francisco Umbral) padeciendo persecución, exilio y cárcel para poner otra vez sobre sus pies al sujeto histórico masacrado. Es la ocasión de recordar en este punto a algunos de sus compañeros de frente y edad, casi todos, ay,  ya idos: Simón Sánchez Montero, Lucio Lobato, Horacio Fernández Inguanzo, Santiago Álvarez, Gregorio López Raimundo, Ignacio Gallego, Marcos Ana… y tantos otros, sin olvidar a nuestro entrañable Mónico Vicente. Y a sus compañeras, sin cuyo apoyo afectivo, material y moral no hubieran podido resistir, como más de una vez les he podido escuchar en testimonio. En el caso de Marcelino, ahí está el ejemplo de su compañera Josefina, de su hermana Vicenta y de todas esas mujeres anónimas que le asistieron a él y a los demás en sus largos periodos carcelarios. (Teresa Pámies, esposa de López Raimundo, reflejó esa experiencia en su novela Dona de prés, así como Vázquez Montalbán habló de la doble militancia de las “mujeres de los perseguidos”, que unían su compromiso con la causa universal y  el de apoyo a sus hombres).

Marcelino y Josefina

Marcelino es, pues, un eslabón más dentro de la tradición histórica del movimiento emancipatorio. Le vemos ya en el panteón obrero junto a Pablo Iglesias, Largo Caballero, Durruti, Salvador Seguí, pero su memoria se relaciona no menos con líderes más jóvenes, de generaciones posteriores a la suya, como Paco Frutos, Julián Ariza, Antonio Gutiérrez, Sartorius y los demás compañeros, por ejemplo los encausados en el juicio 1.0001, con todos los cuales configuró al intelectual orgánico que debía dirigir e impulsar los pasos de los trabajadores. Y es que el movimiento obrero surgido (o resurgido) en los años cincuenta o sesenta debía ser nuevo por fuerza, ya que el golpazo brutal del fascismo en el periodo 1936-45 lo había descabezado y desangrado y por ello se debía partir, otra vez, casi de cero.  Pero también había que superar las viejas concepciones del sindicato como “correa de transmisión” de los partidos o las tácticas anarcosindicalistas, adaptándose tanto a las condiciones de clandestinidad como a los cambios de una sociedad cada vez más urbana, moderna e industrializada. De ahí que las CC.OO. se definieran entonces como “de clase”. Esto no era una novedad, pero sí lo eran las notas de sindicato “sociopolítico”, “unitario” y, sobre todo, “asambleario”.

Estos planteamientos novedosos debían abrirse paso mediante la propia lucha sindical y a la vez con un trabajo teórico del que son ejemplo los libros Charlas desde la prisión, del propio Marcelino, o El resurgir del movimiento obrero, de Nicolás Sartorius. No podemos aquí explicar, siquiera en resumen, las implicaciones tácticas  de tales enfoques, que trascienden ampliamente el ámbito laboral. Se trataba de integrar la lucha reivindicativa concreta por mejores condiciones de trabajo (por menores tasas de explotación, se decía entonces) con objetivos políticos más generales (libertades, amnistía), y de este modo hacer causa común con el movimiento estudiantil, el profesional, el intelectual, etc;  de usar las posibilidades legales ofrecidas por el sindicato vertical para introducir una cuña rompedora en el corazón orgánico del franquismo; de hacer compatible todo esto con una dinámica asamblearia y una organización lo más sólida posible.  Está fuera de duda la influencia decisiva de todo ello en los años finales del franquismo, cuando las CC.OO. se convierten, partiendo de casi nada, como hemos dicho, y en unas circunstancias políticas muy adversas, en la organización de masas más poderosa de la sociedad española.

Todo lo cual tuvo un alto precio en términos de esfuerzos y de sacrificio personal, pues aunque la dictadura había ido perdiendo su imagen cuartelaria y fascista de los primeros años, no por ello dejaba de ser un duro régimen opresor, mediante instituciones como la Brigada Político Social o el Tribunal de Orden Público, creado en 1963, aparatos represivos que daban una atención especial a los líderes obreros. Baste recordar, como hace el propio Marcelino en sus memorias, que a principios de los años setenta el 90 % de los presos políticos eran sindicalistas, mayoritariamente de Comisiones.

(Tuve ocasión de comprobar tal cosa en la cárcel Modelo de Barcelona. Dio la casualidad de que fui a parar allí como preso político en diciembre de 1973, y que salí de los tres de días de incomunicación para pasar a la cuarta galería, la de los presos políticos,  precisamente el 20 de diciembre de ese año, fecha en la que debía empezar el Juicio 1.001 en Madrid, la misma que escogió ETA para llevar a cabo el atentado que costó la vida al entonces presidente del gobierno, almirante Carrero. Pude percibir de inmediato el nerviosismo y la agitación de los presos y de los funcionarios, pues las noticias del exterior fueron llegando en el curso del mismo día y reflejaban una tensión política extraordinaria. Se habían previsto manifestaciones de solidaridad y denuncia por toda España y en el extranjero, culminando una campaña que llevaba varios meses en curso. El nerviosismo del régimen era evidente, así como la agitación de la extrema derecha, de la que se esperaba algún zarpazo reactivo. Dentro de las cárceles se temía incluso la entrada de grupos ultras que nos pudieran agredir).

Vino luego la transición, momento en que Marcelino se vuelca para consolidar el sindicato –y el partido- en condiciones de legalidad. Las convulsiones finales del franquismo, al coincidir con una grave crisis económica y con el clímax de actividad terrorista (ETA, GRAPO, extrema derecha) hicieron muy difícil que el tránsito de la dictadura a la democracia fuera completo y rápido (en más de un sentido se podría decir que aún nos hallamos en esa transición).

Marcelino fue quizá uno de los que mejor percibió esa situación. Recuerdo bien cómo, en los mítines y reuniones de entonces, se llevaba la mano al codo para explicar la idea de una ruptura política “astillada” mediante la analogía con una fractura en la que el hueso no se rompe limpiamente, sino que deja esquirlas que luego hacen más difícil la recuperación.  Permanecía lo sustancial del aparato de Estado franquista (la burocracia del Movimiento, la jerarquía militar y policial, la judicatura…). La izquierda antifranquista debía afrontar unas condiciones de legalidad para las que no tenía medios ni preparación; los sindicatos y el movimiento obrero, que habían sido, como queda dicho, el factor más determinante en la erosión de la dictadura, no tuvieron el papel que les correspondía en esa coyuntura (fueron “los parientes pobres”, en palabras de Camacho), pero sí se les puso en primer plano cuando hubo que apretarse el cinturón y negociar la gestión de la crisis económica (Pactos de la Moncloa). Las elecciones constituyentes de 1977 se hicieron antes de la renovación de los ayuntamientos franquistas. (Recordemos que las primeras municipales democráticas se convocaron en abril de 1979. No así había ocurrido en 1931 y solo ese pequeño detalle –que muchas veces se olvida- fue decisivo a la hora de que algunas cosas, quizá demasiadas, quedaran “atadas”  para los intereses de las clases dominantes y de la iglesia.)

Pero quizá lo más determinante para la evolución política posterior  de la izquierda española fue que la sociedad diera al PSOE la mayoría de votos progresistas, marginando relativamente al PCE y otros grupos de izquierda que habían sido mucho más activos en los años duros. También resulta hasta cierto punto sorprendente que el movimiento anarquista se deshiciera rápidamente o que los grupos republicanos del exilio se inhibieran ante la nueva coyuntura política (bien es cierto que ni siquiera se les permitió presentarse a las elecciones). 

Visto el caso retrospectivamente, puede parecer  que la agitación política, sindical y ciudadana de los últimos años del franquismo, con un denominador común  ideológico bastante radical, no encaja con los resultados electorales de 1977. La cuestión es que la España “profunda”, en ese momento, a pesar de la crisis (o quizá a causa de ella y con el telón de fondo del terrorismo)  prefirió masivamente  opciones neofranquistas (UCD)  o de izquierda inédita, moderada y de poster de colores (PSOE) a propuestas más vinculadas al franquismo puro y duro (AP, UDC) o a las más firmemente representativas de su oposición.  Una vez más registramos una constante histórica: el tono político radical de las grandes ciudades  se ve contrarrestado ampliamente por el voto rural y provinciano, más sujeto a inercias seculares  (y a la influencia de los secretarios municipales, todo hay que decirlo). Tampoco se ha de olvidar el contexto internacional de plena Guerra Fría, poco propenso a admitir demasiadas veleidades en el bajo vientre de Europa.

Y de aquellos polvos vinieron estos lodos… Hoy puede y debe legítimamente hacerse una crítica de las limitaciones y olvidos de la transición (en memoria Histórica, sin ir más lejos), pero sería bueno, a la hora de repartir responsabilidades al respecto, tener en cuenta la “situación concreta” y la correlación de fuerzas entonces en presencia para calibrar hasta qué punto se pudo o no ir más lejos. No hay más cera que la que arde. En este país tenemos una de las menores tasas de afiliación sindical y política; esto, que se suele considerar como consecuencia de la burocratización de los sindicatos  y partidos, yo más bien lo veo como causa. Como nos hubiera dicho Marcelino, buen marxista, es la infraestructura la que condiciona la superestructura (en este caso, la sociedad a las organizaciones que la representan), y no al revés. Por no hablar de la ley electoral, del transfuguismo y de la predominancia del fútbol y de las competiciones deportivas entre las inquietudes culturales del español medio. Si el grado de compromiso de ciudadanos como Marcelino se hubiera dado generalizadamente, incluso en una escala mucho menor, sin duda hoy la situación no sería la que es. Pero quizá no tiene demasiado sentido hacer cábalas contrafácticas de ese tipo.

II.- Marcelino y Soria 

Fueron fuertes las relaciones de Marcelino con Soria, su tierra natal. Nunca obvió ese origen y desde luego, además de lo apuntado sobre su carácter, también podemos ver en él esa sobriedad estoica y esa reciedumbre que cabe adjudicar hasta cierto punto a los sorianos. Su familia mantuvo la casa ferroviaria del apeadero de La Rasa y allí iba a veces a “veranear”, lo mismo que su hermana Vicenta.  La Rasa era un punto importante en la línea Valladolid-Ariza, entonces explotada por una compañía privada, porque allí hacían relevo los maquinistas y había viviendas para ellos. No es de extrañar su temprana afiliación al PCE ya entonces, pues los ferroviarios eran uno de los sectores más organizados y combativos y, por eso mismo, de los que más sufrieron la represión subsiguiente a la sublevación del 18 de julio. El libro de G. Herrero y A. Hernández recoge algunos apuntes relativos al conato de resistencia que hubo entre los obreros de la línea Valladolid-Ariza en los primeros días de la guerra; la cosa no dio mucho de sí, pero resulto suficiente para que varios de ellos fueran luego encarcelados y sometidos a trabajos forzados.

El propio Marcelino refleja ese momento en sus memorias: “los ferroviarios, junto con los mineros y los metalúrgicos, eran los sectores de más consciencia social”. Su padre, añade, fue militante del sindicato de ferroviarios de UGT y miembro del consejo obrero de la zona, que se reunía en Aranda de Duero. (Hemos podido documentar y comprobar las represalias especialmente duras del fascismo español en sectores ferroviarios de lugares como Aranda, Miranda de Ebro o Valladolid, que apoyaron los escasos esfuerzos de resistencia al golpe que hubo en nuestra región).

Cuando, ya en transición, Marcelino venía a Soria para apoyar a las nacientes CC.OO. y al PCE, eran proverbiales las primeras palabras de sus discursos: “compañeros, compañeras; amigos, amigas; paisanos, paisanas… sólo unas pinceladas….”. En las elecciones de 1977 existió la posibilidad de que se presentara por Soria encabezando la lista del PCE  por Soria. Se suponía que la ley electoral permitiría presentarse a un candidato por distintas circunscripciones, de modo que él iría por Madrid y por Soria. Como no fue así, salió lógicamente por Madrid.  Así que Torre Arca fue en primer lugar, Mónico Vicente después y yo, con 24 años, hube de completar la lista al final. Ahí estábamos tres generaciones sucesivas (Torre había pasado de los 40 y Mónico de los 60), lo que indica entre otras cosas la capacidad que tuvo el PCE para ir soldando la conciencia política de generaciones sucesivas mediante la adaptación al momento cultural de cada una).  Por cierto que Mónico era más o menos de la edad que Marcelino, por lo que tenían más de una coincidencia personal y biográfica: además del carácter de personas sencillas, luchadoras y generosas, habían sido muy jóvenes ugetistas y comunistas, compartieron frente durante la guerra; ambos fueron detenidos por la Junta de Casado al final de esta, y luego tuvieron una larga –y ejemplar- vida de lucha tanto en el ámbito sindical como el político.

Con motivo de las elecciones del 77 fuimos a verle otra camarada y yo a Madrid, donde pasamos toda la mañana con él y con su compañera Josefina, que luego nos invitó a comer. Aunque en principio se trataba de organizar su apoyo a la campaña de Soria, Marcelino se pasó varias horas contándonos un reciente viaje a la Unión Soviética, que describía entusiasmado. Está fuera de lugar comentar el aprecio que los cuadros obreros de su generación aún sentían por los regímenes del Este, sin que ello fuera óbice para que criticaran algunas iniciativas de su política exterior (intervención en Praga, por ejemplo), así como la falta de una mayor libertad interna.  Tampoco vamos a insistir en que su palabra a veces se hacía prolija al sentirse en la necesidad de describir una situación en todos sus aspectos. “Algunos dicen que soy un poco pesado y yo lo reconozco –le hemos oído decir en alguna ocasión-; pero hay que argumentar y convencer, argumentar y convencer”.  Se cuenta que en una de las concentraciones del Primero de Mayo en Madrid se iba alargando el acto y llegaba la hora de comer. Camacho seguía en el uso de la palabra desde hacía buen rato y alguien gritó: “¡Marcelino, que te llaman por teléfono!...”.

Marcelino Camacho con Mónico Vicente (foto: ateneomonicovicente.com)

En esa época Marcelino vino varias veces por Soria. Recuerdo el mítin electoral que hizo el PCE en el polideportivo, uno de los más multitudinarios. (No me olvido tampoco del nerviosismo que pasé, pues él se empeñó en que yo también debía intervenir en el acto, cosa que no estaba prevista. Lo hice improvisando, cosa que es mejor evitar cuando tienes delante miles de personas).  Posiblemente acudió a un reparto de carnets del PCE en el Colegio Universitario. (Francisco Doñate, el director de entonces, era afiliado, lo mismo que muchos alumnos, muy activos en ese momento, tanto dentro como fuera de las aulas). Sí estoy más seguro de un viaje a Ólvega en la primera campaña de elecciones sindicales. Antonio Gutiérrez le acompañaba y visitamos la fábrica de “Revilla” de cabo a rabo. La implantación del sindicato era mayoritaria allí desde la clandestinidad y había protagonizado algunas huelgas sonadas. Recuerdo también que los compañeros de Ólvega estaban un poco nerviosos porque nos seguía a todas partes una pareja de la Guardia Civil con los fusiles al hombro. Cuando Marcelino lo advirtió se volvió hacia ellos con toda naturalidad y les dio la mano sonriente, con lo que se disipó la tensión que había en el ambiente (algo que quizá resultaría difícil de percibir para alguien nacido más tarde). 

La relación de Marcelino con Soria no se agota  en esos ocasionales encuentros políticos y en las estancias  vacacionales en la Rasa. Pasó muchos años en prisión, gozando de ese “turismo carcelario” del que hablaban con resignación burlona los más afectados (con sus camaradas Melque Rodríguez, Marcos Ana o Lucio Lobato no creo que anden entre todos lejos de los 100 años entre rejas). Entre 1968 y 1969 pasó más de un año en la prisión de Soria, de la que me consta que carecía de calefacción y era el último edificio en los páramos de Santa Bárbara, por donde, como sabe cualquier soriano, corre un cierzo helador. El caso es que Marcelino no dejaba de luchar ni dentro de las prisiones y criticó, quizá un tanto injustamente, a los compañeros que no hacían lo propio. Precisamente fue trasladado a Soria desde Carabanchel  porque estaba llevando una campaña para que la dictadura reconociera el estatuto de preso político. El traslado no hizo sino extender esa reivindicación, para impulsar la cual Camacho hizo una huelga de hambre de diez días. Ignoro si hubo alguna iniciativa de solidaridad entre los sorianos, pero es más que dudoso. Es más realista pensar que no se llegaran ni a enterar, a no ser que oyeran La Pirenaica, entonces muy al loro de lo que pasaba en las cárceles.  Ese sería otro aspecto, el de la actividad política y cultural dentro de las cárceles (la “Universidad” la llamaban), que merecería un desarrollo por sí solo.

Cada hombre, cada persona, es un universo irrepetible. No tiene mucho sentido, aunque sea comprensible, decir que hoy harían falta muchos Marcelinos.  Perto nos queda su ejemplo, su enseñanza, su recuerdo, pues sí hemos compartido con él la generosidad, la valentía y todos esos valores que aún hacen confiar en el futuro de la especie humana. Que el mensaje propagado en su despedida –“la lucha continúa”- sea algo más que un eslogan.

Luis Castro

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