Miguel Maderuelo Ortiz

 

9.- ... y al prójimo como a tí mismo

No había memoria en mi barrio de que alguien llamado Rusó hubiese vivido allí. De habernos preguntado por este hombre a cualquiera de los chavales que jugábamos por aquellos contornos, no habríamos sabido qué responder. Ninguno de los vecinos llevaba ese raro apellido –si lo sabría el Fito, que su padre era el cartero- ni tampoco aparecía entre los futbolistas de la colección de cromos que salía con las tabletas de chocolate zahor. Menos podíamos saber, por tanto, que se trataba de Rousseau; y es que, como decía el Jesusín, “Mirad que estos franceses son difíciles, si es que escriben de una forma y luego hablando se comen las letras, como los andaluces”. Y menos aún de su Emilio. Con este nombre yo sólo conocía a dos personas: un dependiente de la imprenta Las Heras, alto y flaco, de ojos claros, un hombre serio, educado y afable, de apariencia bondadosa y tranquila, muy correcto en el trato con los clientes que, no sé por que razón, me recordaba a Don Quijote. Cuando necesitaba comprar un libro, un cuaderno, un lápiz o cualquier otro material escolar me gustaba que me despachase él. El otro era un pastor de la antesierra, menudo y vivaracho, curtido por mil soles y cierzos, que tenía un montón de hijos, y solía pegar la hebra con el abuelo, entre tiento y tiento de la bota, cuando coincidían en el campo.

En el colegio supimos también de otros dos emilios: el Zola y el Mola que, tocayos de nombre y de apellido casi homónimo, ni en su vida ni en su obra habían podido ser menos parecidos. El primero debía andar por los infiernos, porque, según decían los textos, la Iglesia puso su obra en el Índice, que era algo así como una lista negra o catálogo de libros prohibidos, vademécum –o vade retro- guía, manual o mandamiento a seguir por el rebaño de fieles para estar prevenidos de peligrosos descarríos. También leí en una enciclopedia del abuelo que Zola se había escaqueado de la guerra franco-prusiana, o sea que fue algo así como un precursor de la objeción, librándose con esta decisión de pegar tiros o de que se los pegasen a él, aunque después tuvo que salir por piernas para evitar que le afeitaran el bigote o, como mal menor, que lo metieran en la trena por acusica de los militares en el caso Dreyfus. Al otro Emilio le dedicaron la calle del Collado, aunque por Collao siempre la hemos conocido, pero ya se vio que no para siempre, pues muerto el perro se acabó la rabia, aunque no siempre suceda así; y si de bien poco le sirvió aquello de “Santa Rita, Rita, lo que se da…” seguro que, en compensación, sí le concederían una plaza en propiedad en la gloria, gracias a los méritos contraídos por su contribución a la victoria final de la Cruzada, por más que Neruda se empeñase en enviarle a los infiernos, con llamas y todo, en unos sentidos versos que dedicó a su memoria. Lo que ya no hemos sabido es si después de todo esto la Iglesia metería también al chileno en el Índice.

Pero, lo que son las cosas, en pocos meses este Rousseau pasó de ser un perfecto desconocido a casi uno más de la cuadrilla, es un decir. Esto ocurrió justo el tiempo que iba del principio de curso, pasadas las fiestas de San Saturio, al último trimestre, después de Semana Santa –con la incipiente primavera tarda de don Antonio asomándose indecisa por los campos sorianos, sin que tampoco fuese extraño que por estas fechas nos cayese encima alguna que otra nevada- que era cuando tocaba dar el siglo dieciocho por partida doble: en el libro de Historia y en el de Literatura. Y así fue como supimos, en dos asignaturas y por dos profesores distintos, que nuestro Rusó, el Rousseau de los complicados franceses, no era ningún futbolista extranjero ni había vivido nunca en nuestro barrio.

De haber sido un vecino más, no sé si hubiese pensado lo mismo pues, según nos explicaban los profesores y venía escrito en los libros, dejó dicho que al nacer éramos más buenos que el pan, pero que después la sociedad nos echaba a perder, o algo así. O sea, que no es que nos trajese la cigüeña con un pan bajo el brazo, como solía decir la gente y nos recordaban nuestras madres, sino que éramos el pan mismo, y, además, habríamos de venir con un certificado de buena conducta, o similar, que lo confirmaba. Ya sabía por el abuelo que éstos –los certificados digo- los expedían los párrocos y la guardia civil a las gentes de orden, pero lo que ignoraba es que alguien más estuviese ocupado en estos menesteres para con los recién llegados a este mundo. Cuando hablábamos de estas cosas, siempre salía el Bizco García diciendo que él era pan de hogaza, del bueno, porque había nacido en el pueblo y que los de la ciudad éramos pan de barra y que no había comparación.

También cabía la posibilidad, de ser ciertas las teorías del ilustrado, de que los encargados de facturarnos para acá hubiesen sufrido algún error, y los arrapiezos de mi calle y aledañas viniésemos con algún defecto de fábrica, pues si ya había de ser raro que alguien nos pudiese confundir con las almas cándidas que nos atribuía el ginebrino, más lo era la posibilidad de que hubiésemos sido pervertidos por aquellas buenas gentes: que si bueno era el señor Florencio, buenas eran la señora Nati o la señora Josefa, y no digamos los padres de Lorenzo y el Bizco García, o de Germán Ortigosa, por hablar sólo de unos pocos.

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Plaza San Esteban     Por lo que a mí respecta, bien temprano, antes de que aún hubiera experimentado la influencia benéfica de las monjas, me dio por declararle la guerra a todo ser viviente que pasase bajo el balcón de mi casa. Y al menor descuido de mi madre, o en cuanto se iba a la compra, y a pesar de sus recomendaciones de que me portase bien, utilizaba los tacos de leña que se usaban como combustible en la cocina económica a modo de arma arrojadiza contra los desprevenidos transeúntes, con el consiguiente riesgo para su integridad física. Varios pescozones de más y algún alpargatazo de menos habría de sufrir en mis carnes por aquel tan precoz ardor guerrero, sin que por ello menguasen un ápice mis afanes bélicos. Cuando se acababa la munición o no podía conseguirla por estar a buen recaudo en la carbonera, me las ingeniaba, sacando provecho de mis pocas fuerzas, para pingar el botijo, de forma que asomase el pitorro -como única alternativa a mi alcance después de haber aliviado la vejiga-, intentando mojar a los cuatro incautos que todavía no se habían percatado de mi existencia. Supongo que la buena de mi madre más de un sofocón habría de llevarse y, a menudo, tendría las orejas coloradas de tanto mentarla los damnificados, parecida suerte a la que correrían mis antepasados inmediatos.

No sé si fue casualidad, o por alguna relación entre la causa y sus efectos, el caso es que al llegar el verano mis padres decidieron llevarme al pueblo con los abuelos. De seguro que los vecinos descansaron tanto como mis progenitores, al menos durante una temporada, con la misma certeza de que la fauna en general, y sobre todo la familia gatuna, en particular, maldijeron la hora en que aquel tabardillo apareció por Durueña. Y así fue como las lagartijas dejaron de tomar el sol confiadas y los habitantes del corral vieron su paz perturbada; cuando no corría tras las gallinas o los pavos, les tocaba salir de estampida a los conejos en busca de su refugio. Pero eran los gatos -negros, grises, pardos, jóvenes o viejos, hembras o machos- los que, para su desgracia, solían llevarse la peor parte: patada, pedrada, pisotón de la cola, golpe con un palo, que de todo hubo, consecuencia toda esta aversión de algún extraño atavismo, por cuanto un antepasado, pariente lejano del abuelo, llevó el apodo de Matagatos. Y mira por donde, qué cosas, con el burro de mis abuelos no hubo problema alguno, manteniendo un pacto de no agresión que me cuidé muy mucho de no quebrantar, quizá por aquello de la ley del más fuerte o porque el miedo sirve para guardar la viña, o por puro instinto de conservación, según dicen

Al acabarse el verano volví a casa. Cuando empezó el curso, mis padres me metieron en el colegio de las monjas, donde conocí a los que iban a ser mis primeros amigos de párvulos. La mayoría eran conocidos del barrio, pero otros venían de distintos puntos de la ciudad, como Marcelino que vivía en el lejano barrio de Los Pajaritos. A partir de entonces, nuestros límites cotidianos se ensancharían hasta el lejano finisterre de la Fuente Cabrejas. Pronto conocimos que aquel recinto cerrado, el universo diario de los palotes y lecturas en el catón, se dividía en dos, anverso y reverso, cara y cruz, arriba y abajo, como el yin y el yang oriental: los alumnos de pago y los gratuitos. Estos ocupaban las aulas de la planta baja, frías y sombrías, con las baldosas de cemento, que daban a una galería interior que se abría a un pequeño patio umbrío en el que apenas entraba el sol, lo que todavía se echaba más en falta los días del largo invierno soriano. Aquel pequeño cosmos lo compartíamos el hijo del ferroviario, el del carpintero o el del guardia con el que tenía un padre camarero, albañil o empleado de Correos. Los niños de pago ocupaban las clases con suelo de tarima de las plantas superiores, soleadas, lo que se agradecía en los días del largo invierno soriano. A la hora del recreo, los niños de pago jugaban en un patio y los gratuitos en otro. La misma separación que se daba en los párvulos, donde había niños y niñas, se daba en los demás cursos, sólo femeninos, porque el de las monjas era un colegio para niñas. La división geográfica impuesta por las monjitas sólo nos permitía coincidir en el tiempo, pero nunca en el espacio, de modo que hasta entrábamos por puertas distintas. Cuando coincidíamos en el salón de actos, los gratuitos se colocaban en un lado y los de pago en otro, lo mismo que sucedía en la capilla, aunque, curiosamente, rezábamos las mismas oraciones y entonábamos los mismos cánticos –vamos niños al sagrario / que Jesús llorando está / pero viendo tantos niños / muy contento se pondrá- por lo que es de suponer que los rezos y plegarias ascenderían a las alturas al unísono, pero por caminos diferentes, lo que no habría de importar demasiado a los inquilinos de allá arriba, porque, a fin de cuentas, igual que los que llevan a Roma, todos habrían de conducir hasta la casa del Señor.

A muchos de mi generación nos quedó de las monjas un recuerdo de luz artificial y frío invernal, de severidad, intolerancia y tonos grises, de tardes mortecinas acompañadas de meriendas de leche en polvo y queso pastoso y amarillento –leche y polvo de los americanos, decían. Todo esto, y más, hizo que más de uno saliera de allí aborreciendo el queso, las monjas y la leche nauseabunda y, con el tiempo, algún que otro, también a los yanquis, aunque a éstos por otras razones.

Sin embargo, de entre aquellos hábitos y togas, sobresalía la figura singular de sor Rosario, una buena mujer –imagen de aquellas otras monjas de los orfanatos de pobres, asilos y hospitales que veíamos en las películas-; sevillana dinámica y risueña que irradiaba alegría, a la que no costó mucho trabajo convencer a algunos padres de que sus chicos debían aprovechar las aptitudes y no quedarse estancados, por lo que ella se encargaría de hablar con los frailes para que pudieran seguir estudios con ellos. Y así fue como nuestra vida, gracias a aquella santa, tomó el rumbo hacia otro lugar que se nos antojaba la tierra prometida después de la travesía del desierto. La pequeña distancia que separaba un colegio de otro –la que va de la plaza de Cabrejas a la de Abastos- guardaba poca relación con las diferencias de carácter entre ambos. Los padres, los hijos espirituales de il Poverello, no establecieron nunca discriminaciones entre los alumnos, ni por razones sociales, económicas o de trato, sin más diferencias y separaciones que las que imponían la edad y el cambio de curso. En este ambiente fueron pasando los cursos, pasó el ingreso, fuimos creciendo y, casi sin notarlo, nos adentramos en las inexploradas tierras del bachillerato.

… y al prójimo como a ti mismo.

Entre las horas que pasábamos en el colegio y los juegos de la calle, todavía nos quedaba tiempo para dejar en mal lugar al amigo Rousseau. El que tardaba en asomar por la calle cualquier personaje diferente del común, y susceptible por tanto de sufrir la mofa, befa y escarnio de los cabroncetes del barrio que no desaprovechábamos la ocasión que se nos ofrecía de regalarnos un motivo de entretenimiento. Quien no se libraba nunca de la chufla era el Federico, un singular personaje, tuerto de un ojo, y a menudo ciego de los dos por mor del vino, que acostumbraba a echar la penúltima ronda en el Mandarria. Verlo aparecer y comenzar el jolgorio era todo uno. Como no podía correr tras nosotros, dado su estalo etílico , lo que le hacía trastabillarse a menudo, solía responder al florido repertorio que, para su mayor honor y gloria le dedicábamos, tirándonos piedras, el desagradecido, con tal maña y endiablada puntería, incomprensible en su estado, habilidad que habría de venirle sin duda de su oficio de pastor; que allí donde ponía el ojo –el sano, se supone- allá colocaba la piedra, de lo que bien pudo dar fe el Gómez, al que poco le faltó para ingresar, también él, en el gremio de los tuertos, si no llega a ser por la suerte y la eficaz intervención de los facultativos de la Casa de Socorro.

Otras veces, el entretenimiento consistía en hostigar a las Tripis, madre e hija, soltera la madre y soltera la hija: “Tripi, tripooona, cochina, marranooona”. La gente decía que puteaban, algo que parecía imposible viendo el aspecto de la vieja, que ya no podría estar para muchos trotes, e improbable en el caso de la hija, desdentada y envejecida, aunque nunca se sabe de la desesperación y rijosidad de algunos. Hasta había quien aseguraba que eran brujas, aunque, en honor a la verdad, podemos dar fe de que nunca las vimos utilizar una escoba. Las dos cubrían sus flacas carnes con raídas ropas de color negro, un negro desvaído y pardo de muchos años y muchos soles, y calzaban sus pies con humildes alpargatas, lloviese, nevase, hiciese frío o calor. Vivían aquellas infelices por el Tovasol, cerca del Gallarón, en una casucha más cubil que vivienda. El portal era un tabuco sórdido, mugriento como sus moradoras, mal iluminado por una pobre bombilla polvorienta tamizada por infinidad de cagadas de mosca; del recinto se desprendía hasta la calle un olor rancio, mezcla de humedad, polvo de siglos y meada de gato, y no hay duda de que desconocía el contacto con el agua y la lejía. Nunca nos atrevimos a traspasar el umbral de aquel portaluco, por miedo a las Tripis, ni siquiera, y por doble justificación, el día de Difuntos, uno de nuestros preferidos por razones evidentes.

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Plaza Mayor. Procesión del Corpus     Ese día de Difuntos, precisamente, se lo dedicábamos a la Simona, una cascarrabias del barrio, tomándonos cumplida venganza de los cubos de agua que nos arrojaba en verano, cuando nos sentábamos en su portal, al resguardo del sol de la tarde, a leer tebeos y las aventuras del Capitán Trueno, el Jabato, Hazañas Bélicas, el Cosaco Verde, el Guerrero del Antifaz u otra parecida que cayese en nuestras manos. Unos días antes, a finales de octubre, nos llegábamos a la droguería del Carrascosa a comprar un arsenal de pastillas de clorato potásico y azufre; después acudíamos al Soto-Playa para aprovisionarnos de cantos pulidos en abundancia, los suficientes para que la algarabía se prolongase desde la anochecida hasta que nos cansábamos y decaía la fiesta, más o menos a la hora de irnos a cenar. El artífico era de lo más simple: una porción de azufre, pastilla de clorato potásico, guijarro encima de la mezcla, pisotón fuerte y… ¡buuum!, el estruendo, razón, objeto y fin de nuestros afanes. Para rematar el alboroto, bastaba que previamente hubiéramos amarrado el pomo de la puerta de la susodicha con el de la casa de enfrente, deshabitada, y tocarle el timbre hasta la extenuación, o hasta que al más decidido se le ocurriese cortar la cuerda… y a correr. Cuando creíamos que había pasado el peligro y las aguas vuelto a su cauce, reanudábamos las hostilidades.

Tampoco lo pasábamos mal con el Noé, o más bien a su costa, para ser exactos. Era éste el tonto que le correspondía al barrio que, como cada pueblo, y para no ser menos, también tenía el suyo. Más o menos de nuestra edad, se pasaba el día con la boca entreabierta mostrando sus dientes deformes, la baba y los mocos colgando, que de rato en rato restregaba en la bocamanga del jersey, sobre la que dejaba un reguero reluciente. A su madre, también corta de luces, le cabreaba sobremanera que a su hijo le llamásemos Noé, pues su nombre de pila era otro, motivo sobrado para que insistiésemos con más ganas. Pero lo que más la sacaba de quicio era que, en cuanto descuidaba su protección, nos hacíamos acompañar por su chaval para robar fruta –manzanas en agraz, sobre todo- en las huertas cercanas al Duero. No lo llevábamos, evidentemente, por sacarlo de su pasmo permanente y mucho menos por altruismo, aunque él fuese tan contento como chico con zapatos nuevos, sino porque era conveniente que alguien hiciese de reclamo, chivo expiatorio o cabeza de turco por si venían mal dadas, y quién mejor que él, torpe de movimientos e incapaz de trepar las tapias sin nuestra ayuda, para entretener al dueño en el caso de que nos sorprendiese, que mal corazón y peores entrañas habría de tener para pegarle a un pobre falto, con lo que ganaríamos tiempo para ponernos a salvo.

A lo largo de su existencia, nada habrían de saber las Tripis, el Noé o el Federico de filósofos ni filosofías y menos de Rusós o Rousseaus – como tampoco las tripis los noés y los federicos de otros lugares y épocas- pero a buen seguro que, por experiencia propia, no tendrían excesiva fe en la bondad de sus semejantes.

© Miguel Maderuelo Ortiz

 

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