DESPOBLACIÓN

 

LOS DESPOBLADOS SORIANOS

por Divina Aparicio

El despoblado de Castril

Despoblado perteneciente a Miño de San Esteban

El Duero a su paso por Castril, agosto 2003Diz que por aquellos entonces había un pueblo allende Duero llamado Castril. Diz que un puñado de tenaces labriegos se esforzaba por hacer parir a la tierra sus frutos. Diz que estaban establecidos allí desde muy antiguo, pero que hubieron de abandonar aquellos pagos hostigados por una plaga de culebras.

—No sabrá usted cómo se llega a Castril.

—¡Qué hacer no! Eso no tiene pierde. Siga la carretera nacional y, en llegando a Langa, vuelva a preguntar, que allí le darán razón. Ahora que, ¡buena gana de gastar tiempo y gasolina!, porque, por no quedar, en Castril ya no quedan ni siquiera piedras.

Se puede llegar a Castril desde San Esteban de Gormaz o desde Langa. Si se elige como punto de partida San Esteban, se ha de cruzar el Duero y tomar a mano derecha una carretera comarcal con dirección a Soto. Si usted prefiere ir desde Langa, también tendrá que atravesar el río; deberá coger primero la carretera que enfila hacia Valdanzo y girar a la izquierda para continuar por la que, pasando por Soto, termina en San Esteban.

—¿Tiene usted alguna noticia sobre Castril?

—Mia, pues lo que cuenta todo el mundo: que tuvieron que irse con lo puesto porque dieron tras de ellos las culebras. Pero yo hablo de oídas, al mejor po’que sólo sean cuentos de esos de abuelorios.

—Puede.

La existencia de Castril (pequeño castro) está sobradamente probada tanto en documentos del siglo XV como en la cartografía del XVI. Fue un asentamiento situado entre Soto de San Esteban y Langa, frente por frente (río Duero por medio) de Alcozar, que ya en el año 1783 era catalogado como despoblado.

—También tengo oído que el campanillo del reloj del castillo de Alcozar lo trajeron de Castril.

—Puede, pero...

—¡Pa’chasco que no se lo vaya a creer!

—Si usted lo dice...

Cuentan en Alcozar que el campanillo que hacía sonar las horas del reloj del castillo se lo compró la corporación municipal a uno de los últimos habitantes de Castril. Incluso aseguran que sus campanadas se oyeron por primera vez al tiempo que venía al mundo Fernando Puentedura Rejas, quien, según mis cálculos, basados en datos extraídos de las cartillas de racionamiento del año 1941, nació exactamente en 1897. Sin embargo, por una parte y como ya se ha señalado, Castril se consideraba despoblado en 1783 y, por tanto, resulta difícil de admitir que la aludida campana permaneciese durante al menos ciento doce años en un lugar deshabitado sin suscitar la codicia de algún desaprensivo. Por otra parte, el campanillo, como he podido ver yo misma, lleva grabada la fecha de 1895, que se supone que fue tanto el año de su construcción como el de la inauguración de la torre civil a cuyo tejadillo todavía hoy permanece anclado.

—¿Qué más sabe usted sobre Castril?

—Pues se resulta que dicen que fue por lo de las culebras, pero no sé yo... Ahora que, de ser cierto, debió que haber una porción de ellas, porque por cuatro no coge uno el portante y levanta la casa; vamos, digo yo. Y eso que no era mal terreno. Las tierras tenían que ser por un tenor de todas las que bordean el Duero y, bien mirado, al menos algo de hortaliza podrían regar. Aunque, claro, según y conforme. Al mejor las avenidas les llegaban hasta debajo de la cama, que cosas peores se han visto cuando se sale el río de madre y deja el terreno anegado durante todo el ivierno. Luego, que los chínfanos también debían darles la murga al ponerse el sol. ¡Menuda cómo clavan los fínifes al anochecido por aquella zona!. Pero por estos pueblos nunca se han visto tantas, a las culebras me refiero. Alguna que otra entre los rastrojos cuando íbamos a segar. Si la veías a tiempo, un golpe en la cabeza con el pico de la hoz y... ¡zas! ya estaba aviada. Había quien las cogía por la cola, las meneaba fuerte —tal que así— y con el espinazo tronchado no podían moverse y se morían en un santiamén. Algunos años si que te encontrabas unas camisas de más de un metro que habían dejado las culebras en las zarzas al cambiar de piel, pero tampoco eran muchas, aunque, eso sí, metía miedo su envergadura. Yo, qué quiere que le diga, no me lo acabo de creer del todo. Sus razones tendrían —que yo no me meto en eso— pero que fueran las culebras las causantes...

—Pues sí, no resulta fácil de creer.

—Y entonces, ¿qué es lo que piensa usted al respective?, si no es mala pregunta.

—Yo creo que la despoblación de estas tierras no comenzó hace cuatro días; que lo de la emigración nos viene de muy lejos, y que la verdadera causa pudiera radicar en el hecho de que los habitantes de Castril (como les ocurre a los moradores de muchos pequeños pueblos sorianos actualmente) pensaron que su economía, su vida y sus costumbres se mantendrían inalterables per omnia saecula saeculorum —o al menos durante toda su vida— y no supieron o no pudieron adaptarse a los tiempos siempre cambiantes. Y eso que las cosas mudaban poco por entonces, que si hubiera sido ahora...

—Pues de ser así, en la penitencia llevaron el castigo; aunque a unos antes y a otros después, a todos nos va a llegar el turno si Dios no lo remedia. Y mire usted, no me gusta mentar a las alturas, pero tengo para mí que Dios no está por esa labor.

Colmenar de Castril, agosto 1993Las creencias que aseguran deberse a estos ofidios alguna desgracia ocurrida en el remoto pasado estuvieron muy difundidas por la Ribera del Duero soriana. Todavía hoy podemos encontrar dos versiones que difieren ligeramente. Según la primera, la culebra o serpiente reptaría por la noche y se introduciría en la cama donde una mujer estuviera amamantando a su hijo, metería la cola en la boca del niño con el fin de acallar el hambre del pequeño y para que no llorase ni despertase a sus padres, y se agarraría a la teta hasta saciarse. La segunda versión se diferencia de la primera en que la bicha enrollaría su viscoso cuerpo alrededor del tierno cuello infantil y lo asfixiaría, mientras que la pérfida bestezuela se tomaría tranquilamente la leche materna hasta quedar ahíta. En cualquiera de los casos el pueblo comenzaba a quedarse sin población infantil y, en vista de los dramáticos acontecimientos, las familias no tenían otra alternativa sino la de cerrar sus casas y emigrar a otra localidad.

Llama poderosamente la atención la existencia de tantas creencias populares y leyendas que vinculan las culebras con la extinción de un pueblo o asentamiento humano, cuando los casos reales más graves de picadura de este reptil que se conocen en la actualidad son sufridos por las ovejas en sus ubres.

Creemos que estos dos elementos (ubre y serpiente) configuraron este tipo de leyenda, equiparando la ubre a la mama humana y suponiendo que estos ofidios buscan la leche de las mujeres que están amamantando. Esta creencia, unida a la transposición seudo religiosa de la imagen de Eva siendo engañada por la serpiente para que cometiese el pecado original y, posteriormente, la proliferación de “purísimasconcepciones” sojuzgando a la bestia y aplastándola con el calcañar, suponemos que fueron el fundamento de leyenda tan extendida y que, por analogía, tomó las connotaciones propias de las plagas o maldiciones bíblicas.

Hubo otra creencia, hoy desterrada y olvidada, que también tenía como protagonistas a las culebras. Yo recuerdo que de niña mi abuela me decía que no dejase el agua en la palangana con los pelos de mi coleta flotando, porque estos se convertirían en culebras. Seguramente formaba parte de los cuentos y argucias utilizadas en la socialización infantil para inculcar a los más pequeños el modelo de comportamiento ideal de la comunidad y evitar posibles desviaciones de las normas establecidas, entre las que se incluía el que la mujer, fuera cual fuese su edad, sintiera tendencia hacia la limpieza incluso en tiempos en los que, después de haberse lavado cara y manos —y como mucho también el cuello y las orejas— el agua de la palangana tenía que arrojarse a la calle, a veces sin tan siguiera decir un ¡agua va!.

Entre San Esteban de Gormaz y Langa, en escasos siete kilómetros de ambas márgenes del río Duero, existieron por lo menos tres núcleos de población hoy desaparecidos: Castril, Cubillas y Oradero. Los documentos o referencias históricas alusivas a estas poblaciones —seguramente pequeñas granjas o lugares— no son abundantes, aunque podemos asegurar que todos ellos pertenecieron al monasterio de La Vid.

Es bien conocida la antigua costumbre por la que los nobles favorecían a una determinada abadía o monasterio con sus donaciones. También familias económicamente más humildes fueron uniéndose a esta práctica con el paso de los siglos, aumentando así el poder temporal de que gozó el clero regular y secular. A través de estas donaciones, que quedaron debidamente registradas en documentos contractuales, se cedían tierras a cambio de que los monjes procuraran, por medio de misas y rezos, la salvación de las almas de los donantes y les aseguraran un puesto digno —al menos si­milar al privilegiado que hubieran gozado mientras deambularon por este valle de lágrimas, que ellos siempre pudieron y supieron enjugar— en la vida eterna.

Y de este modo los monjes se hicieron con la posesión de vastas ex­tensiones de tierra, cuyo dominio útil unas veces cedían a los caballeros o grandes señores de la región a través de la constitución de censos enfitéuticos, que les reportaban los beneficios del canon establecidos anualmente; y en otras ocasiones se limitaban a “urbanizar” un trozo del terruño —construyendo casas y una ermita o iglesia— en el que establecían a un puñado de colonos que trabajaban de sol a sol para engrandecer la obra del Señor y, sobre todo, el patrimonio de cualquiera de los múltiples monasterios repartidos por la geografía hispana.

Las tierras de Castril pertenecieron al monasterio de La Vid por lo menos desde principios del siglo XV. También contaba dicho monasterio con dos ruedas de molino “corrientes y molientes” que en 1516, y según se contiene en documentos de apeo y deslinde, apenas si producían cuatro o cinco mil maravedíes anualmente, de los cuales se había de gastar una buena parte en reparaciones.

Posiblemente fuera la escasa rentabilidad de estos molinos lo que, el 29 de mayo de 1516, decantara al monasterio de La Vid a establece un censo enfitéutico perpetuo a favor de Gutiérrez Delgadillo (señor de Castrillo de Luis Díez, Cevico Navero, Alcozar...) en el que quedaba incluido el dominio útil de dos ruedas de aceña (molinos) que dicho monasterio poseía en el río Duero, en el término del lugar de Castril, de la jurisdicción de la villa de San Esteban de Gormaz, con todos sus aparejos y con un barco que había en dichas aceñas, tal y como se indica en la carta censal.

La barca, u otra posteriormente construida, todavía cruzaba el Duero en la década de los sesenta del siglo pasado. Era un rudimentario artilugio hecho con tablones. Unas viejas cubas lo hacían flotar sobre el agua, y dos maromas, de las que se había de tirar con fuerza, posibilitaban el cruzar el río sin ni siquiera mojarse las albarcas. La maroma y también este tipo de balsa dicen que se denominó andarivel. Su manejo era muy simple, pero se requería cierta pericia para hacer que se deslizase por el agua, por lo que no faltó la ocasión en la que volcase y acabara el pasaje remojado en el Duero en pleno invierno, sin que la gravedad de estos hechos pasara de pillar un resfriado morrocotudo los navegantes.

—¿Y dice que se llamaba andarivel?

—Eso pone en los libros.

—Pues por aquí, que uno sepa, nunca se ha estilado esa palabra. Aquí a esa cuerda gorda se la llamaba maroma y al achiperre aquel le decíamos barca de cubetes y sanseacabó.

—¿Usted ha conocido eso o sólo es otro cuento?

—¡Qué va a ser!, ¡dígamelo usted a mí, que por poco me ahugo un día que volcó aquel aparato y dimos todos en el Duero!

Ruinas de la iglesia de Castril, agosto 1993¡Cómo me impresionaba, siendo niña, la silueta de la iglesia de Castril recortada sobre el límpido cielo azul del verano castellano! Se podía observar desde Alcozar subiendo al Macerón o a Carrasomo, pero quedaba desdibujada por la distancia. Mejor perspectiva y más imponente ofrecían las ruinas vistas desde la Parrilla o desde el Soto.

En la actualidad las tierras del antiguo Castril pertenecen al término del municipio de Miño de San Esteban, y del antiguo lugar no queda más que un lienzo de muro que soporta estoicamente el azote del cierzo y el mordisco de la helada, y parte de una iglesia románica en cuyas paredes se solazan las lagartijas y que ha sido pasto de vandálicos robos y despojos. La iglesia, de una sola nave y con ábside rematado por bóveda de horno, ha quedado desprovista de capiteles, sillares y cualquier otro elemento decorativo o de construcción que pudiera tener algún valor. Esto, y un pequeño colmenar con paredes bardadas en cuyo interior sobrevive un arbolillo raquítico, es todo lo que ha quedado de Castril tras el paso del tiempo y de las desaprensivas hordas de expoliadores, que con seguridad causaron mayores estragos que la multitud de culebras que quiso crear la leyenda. En verano el paraje exhala un aire silente de nostalgia; en invierno un insondable silencio que intimida.

© Divina Aparicio de Andrés

Texto publicado en "Casos y Cosas de Soria, III", Soria Edita, Soria, 2002,
enviado por su autora para soria-goig.com

Web de Alcozar
Web de Miño de San Esteban

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