DESPOBLACIÓN

PUERCA TIERRA de John Berger
Epílogo histórico

 

«La tierra muestra a quienes valen y a quienes no sirven para nada.» Opinión de un campesino citada por Jean Pierre Vernant en Mythe et Pensée Chez les Grecs. (Vol. 2, París, 1971.)

«El campesinado consiste en pequeños productores agrícolas, quienes, sirviéndose de unos sencillos aperos y del trabajo de sus familias, producen principalmente para su propio consumo y para el cumplimiento de sus oblígacíones para con quienes detentan el poder polítíco y económico.» Theodor Shanin, Peasants and Peasant Societies. (Londres, 1976.)

 

En el siglo XIX existía una tradición según la cual los novelistas, los cuentistas e incluso los poetas ofrecían al público una explicación histórica de su obra, a menudo en la forma de un prefacio. Inevitablemente, un poema o un cuento tratan de la experiencia individual; el modo cómo esta experiencia se relaciona con las evoluciones y los cambios a una escala mundial puede y debe estar implícito en la escritura misma: éste es precisamente el reto que plantea la «resonancia» de un idioma (en cierto sentido, cualquier lengua, al igual que cualquier madre, lo sabe todo). Sin embargo, en un poema o un cuento no suele ser posible hacer totalmente explícita la relacíón entre lo particular y lo universal. Quienes intentan hacerlo terminan escribiendo parábolas. De ahí, el deseo del escritor de dar una explicación en torno a la obra o las obras que ofrece al lector. Esta tradicíón se estableció precisamente en el siglo XIX por que ése fue un siglo de cambios revolucionarios el que la relación entre el individuo y la historia se hizo consciente.

La escala y el ritmo de los cambios en nuestro siglo son incluso mayores. Y, sin embargo, es raro que un escritor hoy intente explicar su libro. El argumento que se ha venido ofreciendo es que la obra de imaginación que el autor ha creado debería bastarse a sí misma. La literatura se ha elevado a sí misma al rango de arte puro. O eso se supone. La verdad es que la mayor parte de la literatura, ya esté dirigida a un público de élite o a las masas, ha degenerado en pura diversión.

Yo me opongo a esa transformación por muchas razones, entre las cuales la más sencilla es que es un insulto para la dignidad del lector, para la experiencía que se trata de comunicar y para el escrítor. Por eso he escrito este ensayo.

La vida campesina es una vida dedicada por entero o a la supervivencia. Esta es tal vez la única característica totalmente compartida por todos los campesinos a lo largo y ancho del mundo. Sus aperos, sus cosechas, su tierra, sus amos pueden ser diferentes, pero, independientemente de que trabajen en el seno de una sociedad capitalista, feudal, u otras de más difícil clasificación, independientemente de que cultiven arroz en Java, trigo en Escandinavia o maíz en Sudamérica, en todas partes se puede definir al campesinado como una clase de supervivientes. Durante el último siglo y medio, la tenaz capacidad de los campesinos para sobrevivir ha confundido a los administradores y teóricos. Todavía hoy se puede decir que los campesinos componen la mayor parte de los habitantes del globo. Pero este hecho oculta otro más importante. Por primera vez en la historia se plantea la posibilidad de que esa clase de supervivientes pueda dejar de existir. Puede que dentro de un siglo los campesinos hayan desaparecido. En la Europa Occidental, si los planes salen conforme fueron previstos por los economistas, en veinticinco años no quedarán campesinos.

Hasta hace muy poco tiempo, la campesina había sido siempre una economía dentro de otra economía. Esto fue lo que hizo posible que sobreviviera a las transformaciones globales que se dieron en el seno de la macroeconomía en la que estaba inserta: feudal, capitalista, socialista incluso. Con esas transformaciones el modelo campesino de lucha por la supervivencia se vio modificado, pero los cambios definitivos se forjaron en los métodos empleados con el fin de extraerle una plusvalía: trabajos obligatorios, diezmos, arriendos, impuestos, aparcerías, intereses sobre los préstamos, normas de producción, etc.

A diferencia de cualquier otra clase trabajadora y explotada, el campesinado siempre se ha sustentado a sí mismo, y esto lo convirtió, hasta cierto punto, en una clase aparte. En tanto en cuanto producía la plusvalía necesaria, se integraba en el sistema económico-cultural histórico. En tanto en cuanto se sustentaba a sí misma, se encontraba en la frontera de ese sistema. Y creo que se puede decir tal cosa incluso de aquellas épocas y aquellos lugares en los que los campesinos componen la mayoría de la población.

Si pensamos que la estructura jerárquica de las sociedades feudales o de las sociedades asiáticas era más o menos piramidal, el campesinado formaba la base del triángulo. Esto significaba, como en el caso de todos los pueblos de frontera, que el sistema político y social les ofrecía el mínimo de protección. Por eso tenían que valerse por si mismos: en el seno de la comunidad y en el de la familia extensa. Mantenían o desarrollaban sus propias leyes y códigos de comportamiento tácitos, sus propios rituales y creencias, sus propios conocimientos y su propia sabiduría transmitidos oralmente, su propia medicina, sus propias técnicas y, en ciertos casos, su propia lengua. Sería un error pensar que todo esto constituía una cultura independiente, a la que no afectaban las transformaciones técnicas, sociales y económicas de la cultura dominante. A lo largo de los siglos la vida campesina ha sufrido modificaciones, pero las prioridades y valores de los campesinos (su estrategia para sobrevivir) constituyeron una tradición que sobrevivió a cualquier otra en el resto de la sociedad. La relacíón tácíta de esta tradición campesina, en cualquier momento de la historia, con la cultura de la clase dominante ha sido, por lo general, subversiva y herética. «No huyas de nada», dice un refrán campesino ruso, «pero no hagas nada». La fama de astutos que se atribuye universalmente a los campesinos es un reconocimiento de esta tendencia a la reserva y la subversión.

Ninguna clase ha sido o es más consciente que el campesinado en lo que respecta a su economía. Ésta determina o influencia de forma consciente cada una de las decisiones que un campesino toma cotidianamente. Pero la suya no es la economía del comercíante, ni tampoco la economía política burguesa o marxista. El autor que ha escrito con mayor conocimíento de causa, basándose en su experiencia personal, acerca de la economía campesina fue el agrónomo ruso Chayanov. Quien quiera comprender el campesinado, entre otras muchas cosas, ha de retrotaerse a los escritos de Chayanov.

El campesino no imaginó nunca que lo que se extraía de su trabajo era plusvalía. Se podría decir que el proletariado sin conciencia política tampoco es consciente de la plusvalía que crea para sus patronos; pero esta comparación es equívoca, pues al obrero, al trabajar por dinero en una economía monetaria, se le puede engañar fácilmente con respecto al valor de lo que produce, mientras que la relación económica del campesino con el resto de la sociedad siempre ha sido transparente. Por un lado, su familia producía o intentaba producir lo que necesitaban para vivir, y por el otro, él veía que quienes no habían trabajado se apropiaban parte de ese producto, el resultado del trabajo de su familia. El campesino sabía perfectamente lo que se le extraía, pero no lo consideraba plusvalía por dos razones, material la primera y epistemológica la segunda. 1) No era plusvalía porque las necesidades de su família todavía no estaban garantizadas. 2) Una plusvalía es un producto final, el resultado de un proceso consumado de trabajo y de cumplimiento de ciertos requisitos. Para el campesino, sin embargo, las obligaciones que le imponía la sociedad tomaban la forma de un obstáculo preliminar. Este obstáculo era a menudo insuperable. Pero era al otro lado del mismo en donde operaba la otra mitad de la economía del campesino, en virtud de la cual su familia trabajaba la tierra para garantizar sus propias necesidades.

El campesino podía pensar que las obligaciones inmpuestas eran un deber natural o una injusticia inevitable, pero en cualquier caso eran algo por lo que tenía que pasar antes de iniciar la lucha por la supervivencia. Primero tenía que trabajar para sus amos, luego para él mismo. Aun cuando fuera aparcero, la porción de la cosecha del amo se anteponía a las necesidades básicas de su familia. Si ello no fuera demasiado suave para el trabajo, apenas imaginable, que el campesino carga a sus espaldas, se podría decir que esas obligaciones impuestas tomaban la forma de un hándícap permanente. Era a pesar de éste cómo la familia tenía que iniciar la lucha, ya de por sí desigual, contra la naturaleza, a fin de ganarse su propia subsistencia mediante su propio trabajo.

Así, el campesino tenía que superar el hándícap permanente de que le arrebataran una «plusvalía»; tenía que vencer, en la mitad de su economía dedicada a la subsistencia, todos los riesgos de la agricultura: malas cosechas, tormentas, sequías, inundaciones, plagas, accidentes, empobrecimiento del suelo, pestes, y sobre todo, estando en la base, en la frontera, con una protección mínima, tenía que sobrevivir a las catástrofes sociales, políticas y naturales: guerras, plagas, fuegos, pillajes, etc.

La palabra superviviente tiene dos significados. Denota a alguien que ha vivido y superado trances muy, duros. Y también denota a la persona que ha seguido viviendo cuando otras han desaparecido o perecido. Es en este segundo sentido como yo utilizo el término en relación con el campesinado. Los campesinos eran aquellos que continuaban trabajando, a diferencia de los muchos que morían jóvenes, emigraban o terminaban en la pobreza más total. En ciertos períodos los que habían sobrevivido eran ciertamente una minoría. Las estadísticas demográficas nos dan una idea de las dimensiones de los desastres. La población de Francia en 1320 era de diecisiete millones. Un poco más de un siglo después era de ocho millones. Hacia 1550 había vuelto a subir a veinte millones. Cuarenta años más tarde descendíó a dieciocho millones.

En 1789, la población era de veintisiete míllones, veintidós de los cuales correspondían a la población rural. La revolución y los adelantos científicos del siglo XIX ofrecieron al campesino tierras y una protección física que hasta entonces no había conocido; al mismo tiempo lo expusieron al capital y a la economía de mercado; hacía 1848 había comenzado el gran éxodo rural hacia las ciudades, y hacía 1900 sólo quedaban en Francia ocho millones de campesinos. El pueblo abandonado ha sido quizá casi siempre, y lo es hoy con toda certeza, una característica del medio rural: representa el escenario de los que no han sobrevivido.

Una comparación con el proletariado de los primeros tiempos de la revolución industrial podría clarificar lo que quiero decir por clase de supervivientes. Las condiciones de vida y de trabajo de los primeros obreros industriales condenaron a millones de ellos a una muerte temprana o a la invalidez de por vida. Pero la clase en su conjunto, su número, su capacidad, su poder, estaban creciendo. Era una clase comprometida con (y sometida a) un proceso de contínua transformación e incremento. No fueron las víctimas de los padecimientos que extrañaba las que determinaron su carácter de clase, como sucede en una clase de supervivientes, sino más bien las demandas y quienes lucharon por ellas.

A partir del siglo XVIII aumentan las poblaciones de todos los países; primero poco a poco y luego drásticamente. Para el campesinado, sin embargo, esta experiencia general de una nueva seguridad de vida no podía borrar de su memoria de clase los siglos pasados; las nuevas condiciones, incluyendo aquellas proporcionadas por unas mejores técnicas agrarias, suponían nuevas amenazas: la comercialización y colonización a gran escala de la agricultura, la insuficiencia de unas parcelas de cultivo cada vez más pequeñas para el sustento de familias enteras y, por consiguiente, la emigración en gran escala a las ciudades, en donde los hijos y las hijas de los campesinos eran asimílados a otra clase.

El campesinado del siglo XIX era todavía una clase de supervivientes, con la diferencia de que aquellos que desaparecían ya no eran los que huían o morían a resultas de las hambrunas y las pestes, sino los que se veían forzados a abandonar el pueblo para convertirse en asalariados. Hemos de añadir que bajo estas nuevas condiciones algunos campesinos se hicieron ricos, pero tras una o dos generaciones también dejaron de ser campesinos.

Puede parecer que el decir que el campesinado es una clase de supervivientes no hace sino confirmar lo que las ciudades, con su arrogancia habitual, han dicho siempre de ellos: que están atrasados, que son una reliquia del pasado. Los propios campesinos, sin embargo, no comparten la visión del tiempo implícita en esas opiniones.

Incansablemente consagrado a arrebatar la vida de la tierra, atado a un presente de trabajo interminable, el campesino ve, no obstante, la vida como un interludio. Esto queda confirmado en su familiaridad cotidiana con el ciclo del nacimiento, vida y muerte. Esta visión podría llevarle a ser religioso; sin embargo, la religión no se encuentra en los orígenes de su actitud, y, en cualquier caso, la religión de los campesinos nunca se ha correspondido plenamente con la de los gobernantes y los curas.

El campesino ve la vida como un interludio debido al movimiento dual, opuesto en el tiempo, de sus ideas y sentimientos, movimiento que a su vez se deriva de la naturaleza dual de su economía. Sueña con volver a una vida sin hándicaps. Está decidido a transmitir a sus hijos los medios para sobrevivir (y, de ser posible, más seguros en comparación con los que él heredó), Sus ideales se sitúan en el pasado; sus obligaciones son para con un futuro que él mismo no vivirá para ver. Tras su muerte, no será transportado al futuro: su noción de inmortalidad es diferente: volverá al pasado.

Estos dos movimientos, hacia el pasado y hacía el futuro no son tan opuestos como puede parecer a primera vista, porque básicamente el campesino tiene una visión cíclica del tiempo. Son dos maneras diferentes de girar en torno a un círculo. Acepta la secuencia de los siglos sin convertirla en algo absoluto. Quienes tienen una visión del tiempo unidireccional no admiten la idea del tiempo cíclico: les da vértigo moral, pues toda su moralídad se basa en la relación causa-efecto. Quienes tienen una visión cíclica del tiempo no tienen gran inconveniente en aceptar la convención del tiempo histórico, que no es sino la huella de la rueda que gira.

El campesino se imagina una vida sin hándicaps, una vida en la que no se vea obligado a producir primero una plusvalía antes de proveer su propio sustento y el de su familia, como un estado originario del ser que existía antes del advenimiento de la injusticia. El alimento es la primera necesidad del hombre. Los campesinos trabajan la tierra para producir el alimento necesario para sustentarse. Y, sin embargo, se ven obligados a alimentar a otros antes, a menudo al precio de pasar hambre ellos mismos. Ven cómo el grano de los campos que ellos han labrado y cosechado, en su propia tierra o en la del amo, les es quitado para alimentar a otros, o es vendido asimismo para el beneficio de otros. Por mucho que se considere que las malas cosechas son una fatalidad del destino, o que el amo/propietario lo es debido al orden natural de las cosas, independientemente de las explicaciones ideológicas que puedan ofrecerse, el hecho básico está claro: ellos, que pueden alimentarse a sí mismos, se ven obligados a alimentar a los demás. Tal injusticia, razona el campesino, no puede haber existido siempre, y así imagina un mundo justo en sus comienzos. En sus comienzos, un estado de justicia primordial para con el trabajo primordial de satisfacer la necesidad primordial del hombre. Todas las revueltas campesinas espontáneas han tenido como objetivo la restauración de una sociedad campesina justa e igualitaria.

Este sueño no es la versión usual del sueño del paraíso. El paraíso, tal como hoy lo entendemos, fue seguramente la invención de una clase relativamente desocupada. En el sueño campesino, el trabajo no deja de ser necesario. El trabajo es la condición de la igualdad. Los ideales de igualdad marxista burgués presuponen un mundo de abundancia; exigen la igualdad de derechos para todos delante de una cornucopia; la cornucopia que construirán la ciencia y el desarrollo del conocimiento. Lo que cada uno de ellos entiende por igualdad de derechos es, por supuesto, muy diferente. El ideal campesino de igualdad reconoce un mundo de escasez, y su promesa es la de una ayuda mutua fraternal en la lucha contra ésta y un reparto justo del producto del trabajo. Estrechamente relacionado con su aceptación de la escasez (en tanto que superviviente), se encuentra su reconocimiento de la relativa ignorancia del hombre. Puede admirar el saber y los frutos de éste, pero nunca supone que el avance del conocimiento reduzca en modo alguno la extensión de lo desconocido. Esta relación no antagonista entre lo desconocido y el saber explica por qué parte de su conocimiento se acomoda a lo que, desde fuera, se define como superstición o magia. No hay nada en su experiencia que le lleve a creer en las causas fínales, precisamente porque su experiencia es tan amplia. Lo desconocido sólo se puede eliminar dentro de los límites de un experimento de laboratorio. Unos límites que a él le parecen ingenuos.

Opuestos al movimiento de las ideas y los sentimientos del campesino con respecto a la justicia en el pasado se encuentran otras ideas y sentimientos dirigidos hacia la supervivencia de sus hijos en el futuro. En la mayor parte de los casos, los segundos son más fuertes y conscientes. Los dos movimientos se equilibran solamente en la medida en que juntos le convencen de que el interludio del presente no puede juzgarse en sus propios términos; moralmente, se juzga en relación con el pasado; materialmente, en relación con el futuro. Estrictamente hablando, nadie es menos oportunista que el campesino (si dejamos a un lado la oportunidad inmediata).

¿Qué piensan o sienten los campesinos con respecto al futuro? Dado que su trabajo implica la intervención o la ayuda en un proceso orgánico, la mayoría de sus actos están orientados hacia el futuro. El hecho de plantar árboles es un ejemplo obvio, pero también lo es igualmente el ordeñar una vaca. Todo lo que hacen tiene un carácter anticipatorío y, por consiguiente, siempre inacabado. Conciben este futuro, al que se ven forzados a empeñar todos sus actos, como una serie de emboscadas. Emboscadas de riesgos y peligros. El futuro más probable, hasta hace poco, era el hambre. La contradiccíón fundamental de la situación del campesino, el resultado de la naturaleza dual de su economía, era que siendo ellos quienes producían el alimento, eran ellos también los que tenían más probabilidades de pasar hambre. Una clase de supervivientes no puede permitirse el lujo de creer en una meta en la cual la seguridad o el bienestar están garantizados. El único futuro es la supervivencia; y ése ya es un gran futuro. Por eso más les vale a los muertos volver al pasado, en donde dejan de correr riesgos.

El camino del futuro cruzado de futuras emboscadas es la continuación del otro camino viejo por el que han llegado los supervivientes del pasado. Esta imagen es adecuada porque es siguiendo un camino construido v mantenido por generaciones de caminantes, como pueden evitarse algunos de los peligros de los bosques, las montañas y las marismas circundantes. El camino es la tradición transmitida mediante instrucciones, ejemplos y comentarios. Para el campesino, el futuro es este estrecho camino a través de una extensión indeterminada de riesgos conocidos y desconocidos. Cuando los campesinos colaboran entre sí para luchar contra alguna fuerza externa, y el impulso para hacerlo es siempre defensivo, adoptan una estrategia de guerrilla: que es precisamente una red de pequeños senderos que cruzan un medio hostil indeterminado.

La visión que tiene el campesino del destino humano, visión que yo estoy tratando de esbozar aquí, no era, hasta el advenimiento de la historia moderna, esencialmente diferente de la de las otras clases. Basta con pensar en los poemas de Chaucer, Víllon, Dante; en todos ellos, la Muerte, a la que nadie puede escapar, sirve como sustituto de un sentido generalizado de incertidumbre y amenaza frente al futuro.

En diferentes momentos según los lugares, la historia moderna empieza con el principio del progreso en tanto que objetivo y motor de la historia. Este principio nació con el advenimiento de la burguesía como clase, y todas las teorías modernas de la revolución lo han hecho suyo. La lucha entre el capitalismo y el socialismo en nuestro siglo es, a un nivel ideológico, una pugna sobre el contenido del progreso. Hoy, en el mundo civilizado, la iniciativa de esta lucha está, al menos temporalmente, en manos del capitalismo, el cual argumenta que el socialismo sólo produce atraso. En el mundo subdesarrollado el «progreso» del capitalismo está desacreditado.

Las culturas del progreso conciben una expansión futura. Miran hacia delante porque el futuro ofrece esperanzas aún mayores. En los momentos más heroicos, esas esperanzas llegan a minimizar la Muerte (La Rivoluzione o la Morte!). En sus momentos más triviales, la ignoran (la sociedad de consumo). El futuro se concibe como algo opuesto al camino representado conforme a los cánones de la perspectiva clásica. En lugar de parecer que se va estrechando al alejarse en la distancia, se hace cada vez más ancho.

Una cultura de superviviencia concibe el futuro como una secuencia de actos de supervivencia repetidos. Cada acto es como introducir el hilo por el ojo de la aguja; el hilo es la tradición. No se prevé un aumento generalizado.

Si comparando ahora los dos tipos de cultura consideramos sus visiones del pasado y del futuro, veremos que son simétricamente opuestas.

Esto puede ayudar a explicar por qué una experiencia determinada en una cultura de superviviencia puede tener una significación totalmente opuesta a la que tendría otra experiencia similar o comparable en el seno de una cultura del progreso. Tomemos como ejemplo clave el conservadurismo del campesinado, su tan traída y llevada resistencia al cambio; todo el conjunto de actitudes y reacciones que a menudo (pero no invariablemente) ha permitido que ciertas sociedades rurales fueran clasificadas entre las fuerzas que se alinean a favor de la derecha.

En primer lugar, hemos de observar que las clasificaciones las hacen las ciudades conforme a un guión histórico, perteneciente a la cultura del progreso, que enfrenta a la derecha y la izquierda. El campesino rechaza ese guión, y no es tonto al hacerlo, pues en él, independientemente de que gane la derecha o la izquierda, se prevé su desaparición. Sus condiciones de vida, el grado de explotación y sufrimiento, pueden ser extremos, pero no puede contemplar la desaparición de lo que da sentido a todo lo que sabe, que es precisamente su deseo de sobrevivir. Ningún otro trabajador se encuentra nunca en esta posición, pues lo que da sentido a su existencia es o bien la esperanza revolucionaria de transformarla, o bien el dinero que recibe a cambio de su vida como asalariado y que gasta en su «verdadera vida» como consumidor.

Todas las transformaciones que pueda imaginar el campesino implican su volver a ser «el campesino» que fue. El sueño político del obrero industrial es transformar todo lo que hasta ahora le ha condenado a su situación de trabajador. Esta es una de las razones por las cuales una alianza entre obreros y campesinos sólo puede mantenerse en el caso de un objetivo específico (la derrota de un enemigo exterior, la expropiación de los terratenientes) en el que ambas partes están de acuerdo. Normalmente no es posible una alianza general.

Para entender el si nificado del conservadurismo del campesino en relación con el conjunto de su experiencia, hemos de examinar la noción de cambio desde una óptica diferente. La idea de que el cambio, la crítica, la experimentación, florecieron en las ciudades y emanaron de ellas es un cliché hístórico. Lo que a menudo se pasa por alto es que el carácter de la vida cotidiana en las ciudades permitía ese tipo de investigación. La ciudad ofrecía a sus habitantes cierta seguridad, continuidad, permanencia. El grado dependía de la clase a la que pertenecía cada ciudadano, pero en comparación con la vida rural, todos los habitantes de las ciudades se beneficiaban de cierta protección.

Había sistemas de calefacción que contrarrestaban los cambios de temperatura, iluminacion para hacer más leve la diferencia entre la noche y el día, medios de transporte que reducían las distancias, una relativa comunidad que compensaba de las fatigas; había murallas y otros sistemas defensivos contra los ataques, había una ley efectiva, había asilos y hospitales para los ancianos y enfermos, había bibliotecas que preservaban el conocimiento escrito, había una amplia variedad de servicios, desde panaderos y carniceros a médicos pasando por mecánicos y albañiles, a los que se podía recurrir cuando una necesidad amenazaba con alterar el curso habitual de la vida, había convenciones que regían el comportamiento social y que los forasteros estaban obligados a adoptar («allá donde fueres ... »), había edificios diseñados como promesas de continuidad y monumentos alzados en su honor.

Durante los dos últimos siglos, y a medida que las doctrinas y teorías urbanas sobre el cambio se han ido haciendo cada vez más vehementes, no ha dejado de incrementarse el nivel y la eficacia de esa protección. Últimamente, el aislamiento del habitante de las ciudades es tan total, que ha pasado a resultar sofocante. El ciudadano vive solo en un limbo bien atendido: de ahí su interés reciente, y por necesidad ingenuo, en el campo.

El campesino, por el contrario, carece de toda protección. Cada día experimenta no sólo más cambios, sino también más directamente relacionados con su existencia, que cualquier otra clase social. Algunos de éstos, como los de las estaciones o el proceso de envejecer y la consiguiente pérdida de energías, son predecibles; otros muchos, como las variaciones del tiempo de un día para el otro, como la muerte de una vaca atragantada con una patata, como la caída de un rayo, como las lluvias demasiado tempranas o demasiado tardías, como la niebla que destruye los brotes, como el endurecimiento de las exígencias por parte de quienes se llevan su plusvalía, como una epidemia, como una plaga de langosta, son impredecibles.

En realidad, la experiencia de cambio del campesino es más intensa de lo que cualquier lista, por larga y completa que sea, puede sugerir. Por dos razones. En primer lugar, su capacidad de observación. Apenas se produce un cambio en el entorno del campesino, ya sea en las nubes o en las plumas de la cola del gallo, sin que él se dé cuenta de ello y lo interprete en términos del futuro. Su actividad como observador no cesa nunca, de forma que siempre está registrando cambios y reflexionando sobre ellos. En segundo lugar, su situación económica. Ésta suele ser tal que incluso el cambio más leve hacia peor, una cosecha que produzca un veinticinco por ciento menos que el año precedente, una caída del precio en el mercado del producto cosechado, un gasto inesperado, puede tener consecuencias desastrosas o casi desastrosas. Su observación no deja pasar inadvertido el menor signo de cambio, y sus deudas magnífican la amenaza real o imaginaria de una gran parte de lo que observa.

Los campesinos conviven cada hora, cada día, cada año, con el cambio, de generación en generación. En sus vidas apenas hay otra constante que la constante necesidad de trabajo. Crean sus propios rituales, rutinas y hábitos en torno al trabajo a fin de arrebatar cierto significado y continuidad al ciclo implacable del cambio; un ciclo que en parte es natural y en parte resultado del girar incesante de la piedra de molino que es la economía en la que viven.

La inmensa variedad de las rutinas y los rituales vinculados al trabajo y a las diferentes fases de la vida (nacimiento, matrimonio, muerte) constituye la protección del campesino frente a un estado de fluir incesante. Las rutinas del trabajo son tradicionales y cíclicas: se repiten todos los años y, en ocasiones, todos los días. No sólo se mantiene la tradicíón porque parece ser la mejor garantía de éxito con el trabajo, sino también porque, al repetir la misma rutina, al hacer la misma cosa de la misma manera que su padre o el padre de su vecino, el campesino se otorga una continuidad y, por tanto, experimenta conscientemente su propia supervivencia.

La repetición, sin embargo, es sólo y esencialmente formal. Las rutinas de trabajo de los campesinos son muy diferentes de la mayoría de las rutinas de trabajo urbanas. Cuando un campesino repite una tarea determinada, siempre hay elementos en ella que han cambiado. El campesino está continuamente improvisando. Su fidelidad con la tradición es sólo aproximada. La rutina tradicional determina el ritual del trabajo; su contenido, como todo lo que él conoce, está también sujeto al cambio.

Cuando un campesino se resiste a la introducción de nuevas técnicas o métodos de trabajo, no lo hace porque no vea sus posibles ventajas (su conservadurismo no tiene nada que ver con la ceguera o con la pereza), sino porque cree que esas ventajas, dada la naturaleza de las cosas, no pueden estar garantizadas y si fallaran, él se vería solo, aislado, desgajado de la rutina de la supervivencia. (Quienes trabajan con los campesinos en los planes de mejora de la producción deberían tener esto en cuenta. La ingenuidad del campesino lo hace abierto a los cambios; su imaginación le exige una continuidad. Los llamamientos urbanos al cambio suelen estar basados en todo lo contrario: ignorar la ingenuidad, que tiende a desaparecer con la extrema división del trabajo; prometen la imaginación de una nueva vida.)

El conservadurismo campesino, en el contexto de su experiencia, no tiene nada que ver con el conservadurismo de la clase dirigente privilegiada ni con el conservadurismo servil de cierta pequeña burguesía. El primero es un intento, por vano que sea, de hacer absolutos sus privilegios; el segundo es una manera de apoyar a los poderosos a cambio de cierto poder delegado sobre las otras clases. El conservadurismo campesino apenas defiende privilegio alguno. Lo que explica el que, para la gran sorpresa de los teóricos políticos y sociales urbanos, los pequeños campesinos se hayan aliado tan frecuentemente para la defensa de los campesinos ricos. No es un conservadurismo del poder, sino del significado. Representa un almacén (un granero) de significado preservado de la amenaza que supone para las vidas y generaciones el cambio continuo e inexorable.

Muchas otras actitudes campesinas suelen entenderse erróneamente o se les da un significado opuesto, como intentaba sugerir la figura en la que la cultura de la supervivencia y la cultura del progreso se oponen de forma simétrica. Por ejemplo, se cree que los campesinos son interesados, cuando la realidad es que el comportamiento que ha dado lugar a esta idea se deriva de hecho de un profundo recelo con respecto al dinero. Por ejemplo, se dice que los campesinos no suelen perdonar nada, y, sin embargo, siendo como es cierto, este rasgo no es sino el resultado de la creencia en que una vida sin justicia carece de sentido. Es raro que un campesino muera sin ser perdonado.

Llegados a este punto hemos de hacernos la siguiente pregunta. ¿Cuál es la relación contemporánea entre el campesinado y el sistema económico mundial del que forman parte? O, para formularla en los términos de nuestra reflexión sobre la experiencia campesina: ¿Qué significación puede tener esa experiencia hoy en un contexto global?

La agricultura no requiere necesariamente la existencia de campesinos. El campesino británico fue aniquilado (salvo en ciertas zonas de Irlanda y Escocia) hace más de un siglo. En Estados Unidos no ha habido campesinos en la historia moderna porque el índice de desarrollo económico basado en el intercambio monetario fue demasiado rápido y demasiado total. En Francia, en la actualidad cada año abandonan el campo unos 150.000 campesinos. Los planificadores económicos de la CEE prevén la eliminación sistemática del campesinado para el final del siglo, si no antes. Por razones de orden político a corto plazo no utilizan la palabra eliminación, sino el término modernización. La modernización entraña la desaparición de los pequeños campesinos (la mayoría) y la transformación de la minoría restante en unos seres totalmente diferentes desde el punto de vista social y económico. El desembolso de capital con vistas a una mecanización y fertilización intensiva, el tamaño necesario de la granja que ha de producir exclusivamente para el mercado, la especialización en diferentes productos de las zonas agrícolas, todo ello significa que la familia campesina deja de ser una unidad productiva y que, en su lugar, el campesino pasa a depender de los intereses que le financian y le compran la producción. La presión económica, imprescindible para el desarrollo de este plan, la proporciona la caída del valor en el mercado de los productos agrícolas. En Francia hoy, el poder adquisitivo del precio de un saco de trigo es tres veces menor que hace cincuenta años. La persuasión ideológica la proporcionan todas las promesas de la sociedad de consumo. Un campesino intacto era la única clase social con una resistencia interna hacia el consumismo. Desintegrando las sociedades campesinas se amplía el mercado.

En gran parte del Tercer Mundo, los sistemas de tenencia de la tierra (en muchas zonas de América Latina un uno por cien de los propietarios posee el sesenta por ciento de la tierra cultivable y el cien por cien de la más productiva), la imposidón de monocultivos para el beneficio de las empresas capitalistas, la marginalizadón de las granjas de subsistencia y, sólo y únicamente debido a ello, el ascenso de la población, hacen que cada vez más y más campesinos se vean reducidos a un estado de pobreza tal que, sin tierra, sin semillas, sin esperanza, pierden toda su identidad social previa. Muchos de estos excampesinos se aventuran en las ciudades, en donde forman una masa compuesta por millones de personas; una masa, como no la había habido nunca antes, de vagabundos estáticos; una masa de sirvientes desempleados. Sirvientes en el sentido de que esperan en los suburbios, arrancados de su pasado, excluidos de los beneficios del progreso, abandonados por la tradición sin nadie a quien servir.

Engels y la mayoría de los marxistas del siglo XX predijeron la desaparición del campesinado frente a la mayor rentabilidad de la agricultura capitalista. El modo de producción capitalista aboliría la producción del pequeño campesinado «como la máquina de vapor aplasta a la carretilla». Estas profecías subestimaban la resistencia de la economía campesina y sobrevaloraban el atractivo que podría tener la agricultura para el capital. Por un lado, la familia campesina podía sobrevivir sin beneficios (la contabilidad de los costos no se puede aplicar a su economía); y por el otro, para el capital, la tierra, a diferencia de otros productos, no es infinitamente reproducible, y la inversión en la producción agrícola termina enfrentándose a algún imperativo y produce menores ingresos.

El campesino ha sobrevivido más tiempo del que le habían pronosticado. Pero durante los últímos veinte años, el capital monopolista, mediante sus empresas multinacionales, ha creado una nueva estructura del todo rentable, la «agribusiness», por medio de la cual controla el mercado, aunque no necesariamente la producción, y el procesado, empaquetado y venta de todo tipo de productos alimenticios. La penetración de este mercado en todos los rincones de la tierra está acabando con el campesinado. En los países desarrollados mediante una conversión más o menos planificada; en los países subdesarrollados de forma catastrófica. Anteriormente, las ciudades dependían del campo para el alimento, y los campesinos se veían obligados, de una manera o de otra, a separarse de su llamado «excedente». No falta mucho para que todo el mundo rural dependa de las ciudades incluso para el alimento que requiere su población. Cuando suceda esto, si llega a suceder realmente, los campesinos habrán dejado de existir.

Durante estos mismos veinte años, en otras partes del Tercer Mundo (China, Cuba, Víetnam, Camboya, Argelia), ha habido revoluciones en nombre del campesinado. Es demasiado pronto para saber qué tipo de transformación de la experiencia campesina lograrán esas revoluciones y hasta qué punto serán capaces los gobiernos de mantener un conjunto de prioridades diferentes de las impuestas por el mercado capitalista mundial.

De lo que llevo dicho hasta aquí se deduce que nadie en su sano juicio puede defender la conservación y el mantenimiento del modo de vida tradicional del campesinado. El hacerlo equivaldría a decir que los campesinos deben seguir siendo explotados y que deben seguir llevando unas vidas en las cuales el peso del trabajo físico es a menudo devastador y siempre opresivo. En cuanto uno acepta que el campesinado es una clase de supervivientes, en el sentido en el que he definido el término, toda idealización de su modo de vida resulta imposible. En un mundo justo no existiría una clase social con estas características.

Y, sin embargo, despachar la experiencia campesina como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la vida moderna; imaginar que los miles de años de cultura campesina no dejan una herencia para el futuro, sencillamente porque ésta casi nunca ha tomado la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se ha mantenido durante siglos, que es algo marginal a la civilización; todo ello es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas. No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada.

Cabe explicar esto con mayor precisión. La notable continuidad de la experiencia y del modo de ver el mundo del campesino adquiere, al estar amenazada de extinción, una inminencia sin precedentes e inesperada. Hoy esa continuidad ya no afecta sólo al futuro de los campesinos. Las fuerzas que hoy están eliminando o destruyendo al campesinado en la mayor parte del mundo representan la contradicción de muchas de las esperanzas contenidas en su momento en el principio de progreso histórico. La productividad no reduce la escasez. La expansión del conocimiento no lleva inequívocamente a una mayor democracia. El advenimiento del ocio en las sociedades industrializadas no ha traído la satisfacción personal, sino una mayor manipulación de las masas. La unificación económica y militar del mundo no ha conducido a la paz, sino al genocidio. El recelo del campesino con respecto al «progreso», al haber acabado éste por imponerse, mediante la historia global del capitalismo monopolista y el poder que de ella emana, incluso sobre quienes intentan encontrarle una alternativa, no está tan fuera de lugar ni es tan infundado.

El recelo no puede formar por sí mismo la base de un desarrollo político alternativo. La condición necesaria para una alternativa tal es que los campesinos lleguen a tener una visión de ellos mismos como clase, y esto implica, no su eliminación, sino el que consigan poder en tanto que clase: un poder que, al ser asumido, transformaría su experiencia de clase y su carácter.

Mientras tanto, si nos fijamos en el curso que más probabilidades tiene de seguir la historia mundial en el futuro, concibiendo ya la ulterior extensión y consolidación del capitalismo monopolista en toda su brutalidad, ya una lucha prolongada y desigual contra él, una lucha cuya victoria no es segura, puede que la experiencia de supervivencia del campesino esté mejor adaptada para esta dura y lejana perspectiva que una esperanza progresiva, continuamente reformada, desencantada e impaciente, en la victoria final.

Por último, tenemos la función histórica del propio capitalismo; una función que ni Adam Smith ni Marx previeron. El papel histórico del capitalismo

Este libro que acabo de terminar es el primer volumen de una obra más extensa en la que pretendo seguír examinando el significado y las consecuencias de esta amenaza de eliminación histórica.

Puerca tierra, John Berger, 1979
Traducción de Pilar Vázquez
(Editorial Alfaguara,
Alfaguara Literaturas 274)

Obra de John Berger en Alfaguara

John Berger, nacido en Londres en 1926, es poseedor de un profundo mirar, capaz de ir despojando de capas el objeto de su mirada hasta llegar al centro del mismo...
Respetado crítico de arte (Modos de ver, Éxito y fracaso de Picasso, Arte y revolución, El último retrato de Goya, ...), guionista de cine (El centro del mundo, La salamandra y Jonás que cumplirá los 25 en el año 2000, las tres del cineasta Alain Tanner) su narrativa (a excepcición de G que es una larga novela),  integra (y enriquece la forma de contar las cosas que pasan/nos pasan) sin esfuerzo el relato, la novela corta, la poesía y el ensayo: Puerca tierra, Una vez en Europa, Lila y Flag,  Hacia la boda, King, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Fotocopias...).
Berger es autor de numerosos libros, pero no queremos olvidarnos de ese fascinante libro de fotografías que junto a Jean Mohr titularon Otra manera de contar, es la sensación de estar viendo y leyendo lo que antes no existía... la experiencia de la lectura de Berger, es justo eso, una experiencia enriquecedora.
Berger vive en un pueblecito de la Alta Saboya.
Desde esta página le deseamos larga vida y le damos las gracias por su escritura inteligente, vital y plena de un mirar sensible, admirado, genuino, curioso y sorprendido como la extraordinaria mirada de un niño dispuesta a aprehender lo que de importante la vida le ofrece.
Gracias John Berger.

 

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