Sarnago

   La cena de la Trinidad 2011

 

“Urbano le había prometido a Paloma que irían a Sarnago para la Trinidad, pero que él sólo pasaría una noche, ella y los chicos podían quedarse lo que quisieran. Paloma no estaba dispuesta a pasar ni un solo día sin su marido, así que decidió que todos se bajarían al día siguiente de la fiesta grande.

Sarnago bullía de gente y fiesta. Hasta José María había recuperado la sonrisa abierta y sincera. Ese año tendría que haber sido móndida alguna de sus hermanas, pero el luto no lo había permitido. José María ayudaba a los mozos a vestir el ramo. Los muchachos se abrazaron, el anfitrión le ofreció una copa de anís a Pedro, y marcharon a recorrer el pueblo, no como lo habían hecho siempre, sino como los dos hombres en que se habían convertido en la invernada. Habían llegado en dos yeguas, en una Paloma con Román y la niña, y en otra Urbano y Pedro.

Paloma se dirigió directamente a su casa del Barrio bajo, donde todo era alegría. Urbano buscó a José, el hermano de Paloma, que estaba en la taberna. Paloma abrazó a su cuñada, María, que vestía, junto a Daniela, a la niña de la casa, a Dani. Sobre la mesa reposaba el cestaño que se había vestido el jueves anterior, colocando primero un saquete con sal para darle consistencia, encima de él una gran hogaza de pan con azafrán que había amasado y cocido Daniela, donde se habían hincado los urgujuelos, rodeándolos de vistosas cintas, y culminándolo con un hermoso ramo de flores. Todo ese trabajo lo había hecho María, la madre de la móndida. La música había comenzado a sonar, eran los Patos, que habían llegado de Cornago con su pequeña banda de cuerda.

La casa familiar, llena de mujeres que deseaban ver cómo se vestía a una de las tres móndidas, se alegró aún más con la música que había parado delante de ella para agasajar a la muchacha. Una mujer salió a la calle con una bandeja de rosquillos y otra con el anís y las copas, para que los músicos echaran un trago, otro más. Dani, con dieciséis años recién cumplidos, luchaba por mantenerse quieta y que las lágrimas no la ahogaran. Estaba nerviosa, pero deseando pasear su hermoso atavío por las calles y que la viera ese muchacho que tanto le gustaba.

Una parte de la mesa estaba repleta de dulces que había hecho Daniela: madalenas, rosquillos, roscas troceadas, galletas de nata, todo iba desapareciendo en las bocas de los niños, que ese día se mostraban desinhibidos, sobre todo porque nadie se fijaba en ellos.

La plaza, desde la que se divisaba el magnífico panorama de las sierras, se había llenado de gente que vestía sus mejores galas y que rodeaban a las muchachas que se estrenaban de Móndidas, y al mozo del ramo. Los hombres de la taberna se asomaron con la copa en la mano, dejando por un momento sus conversaciones de ganados, tierras y quehaceres. Algunos se unieron a la comitiva. Ese día, sobre todo los del pueblo, había que oír misa. Urbano, que sólo pisaba la iglesia durante los funerales, volvió a entrar a pegar la hebra con otros que, como él, habían acudido de otros pueblos y se quedaban trasegando el vino recio de Navarra, o el anís de Quel. Habría pasado una hora cuando los hombres de la taberna, de nuevo con la copa en la mano –un día era un día- volvieron a salir para ver la llegada de la comitiva al ayuntamiento, donde se haría entrega del mando a los mayordomos del año siguiente, encargados de organizar la fiesta. Todo funcionaba perfectamente, por turno. Las mujeres tenían ese día trabajo redoblado. Era necesario atender a los parientes, que habían llegado de otros pueblos, algunos de Logroño o Navarra, para acompañarles. Las mesas rebosaban viandas bien sazonadas, en algunas casas se habían asado corderos, en otras, más modestas, los mejores pollos del corral, y aún algunas comerían unas patatas con congrio, pero todas las casas habían hecho un esfuerzo para que ese día fuera distinto al resto.

Por la tarde había que lograr que el ramo entrara por la ventana del Ayuntamiento, los de arriba atrayéndolo, los de abajo queriéndolo evitar. Finalmente, como cada año, entraba, los roscos azafranados se quedaban en el interior y el ramo de arce era lanzado a la plaza. Los niños de un barrio y del otro pugnaban por conseguirlo para su zona, mientras las móndidas, desde esa misma ventana, recitaban las cuartetas alusivas a la fiesta, que algún poeta local, o algún ilustrado de la sierra, les habían compuesto.

Dani acabó agotada, las móndidas debían bailar con todo aquel que lo requiriera. El lunes anterior le habían comprado en el mercado de San Pedro unos preciosos zapatos que le hubieran amargado por completo la fiesta de no haber sido porque la abuela Daniela tenía remedio para todo. Le había colocado unas hojas de sanalotodo sujetas con esparadrapo, pese a ello, por la tarde hubo de quitárselos.

Al otro día se celebraba la Trinidad Chica, había que madrugar, porque después todos irían al mercado de San Pedro. Tras haber escuchado misa por los cofrades fallecidos durante el año, se iba en procesión hasta la “Cruz del cerro”. No podía faltar ningún cofrade, se pasaba lista y, en caso de no haber justificado el motivo de la ausencia, se les imponía multa, no era habitual, asistían todos, no era cosa de perderse la fiesta.

Urbano y su familia marcharon directamente a Oncala, eran ya demasiadas horas con el ganado en manos de los pastores. Al mercado irían el lunes siguiente, unos días antes del turno para pelar a las ovejas”.

De la novela inédita “Pastores en las cañadas” de Isabel Goig

(Para este capítulo fue esencial la información del sarnagués José Carrascosa)

 


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El pasado sábado, 18 de junio, compartí con unos cincuenta sarnagueses la cena previa a la Trinidad. En la actualidad todo es distinto, aunque lo fundamental se mantiene, y eso es el espíritu de la fiesta, la felicidad que supone reunirse para conmemorar aquellos años en los que todo era bullicio y la fiesta grande, alrededor de las Móndidas y del Ramo, era vivida intensamente.

Nunca nos cansaremos de asombrarnos por y con Sarnago y sus gentes. A veces, afectivamente, nos reprochan este asombro, pero si nos ocupamos de la despoblación de estas tierras, de la provincia en general, con pesadumbre, hemos de hacerlo también, y con mayor motivo, si el caso que se trata, como el de Sarnago, es el contrario. El esfuerzo comunitario llevado a cabo por los sarnagueses, o lo que es igual, por la Asociación de Amigos de Sarnago, merece todo el respeto y toda la consideración. Porque no se trata sólo de llevar a cabo reuniones, comidas, o revistas, eso también, sino que junto a ello, han rehabilitado casas, han construido otras de nueva planta, han instalado el agua, algunos se han censado, y últimamente han finalizado las obras de acondicionamiento de las antiguas escuelas. La parte alta, es decir, la que fuera vivienda del maestro, ya se acondicionó hace años y se instaló en ella un museo y una sala multiusos, recientemente le tocó el turno a la planta baja, haciendo de ella un albergue con dos baños, además de la cocina y un espacio donde se guardan las campanas y la pila bautismal, recuperada hace apenas un mes.

El sábado de referencia, una vez más, unas cincuenta personas se reunieron en lo que antaño fuera escuela, para cenar juntos y rememorar viejos tiempos, pero sin nostalgia, pues aquellos se mezclan con los actuales, y la fiesta es fiesta, y como tal se vive. Todo cuesta esfuerzo llevarlo a cabo, pero entre todos lo consiguen.

Hasta la composición de la cena fue una mezcla de tradición –sopas de ajo- con modernidad: unas ensaladas aliñadas con almendras y bacon, y lomo asado en el horno de la familia Carrascosa, de leña naturalmente, relleno como tal vez las mujeres de Sarnago no hicieran en los tiempos pasados. Entremeses, postres variados, vinos embotellados. Creo que cualquier menú hubiera servido, pero honor a los cocineros –y como se acostumbra a decir ahora- y a las cocineras, y a todos los organizadores.

Las Móndidas y el Ramo se quedan para agosto, como se hace con las fiestas en todos nuestros pueblos, cuando la Sierra abunde de serranos que un día se vieron obligados a marcharse, pero que vuelven, porque aunque el hombre no tenga raíces, como dice Amin Maalouf, tiene orígenes, y esos no se olvidan.


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© Isabel Goig

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