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  Sarnago

   Recuerdos de Sarnago (1)

José Carrascosa Calvo

 

Sarnago

 

Fabricación de materiales para la construcción

 

Las tejas:

Cada 6 u 8 años venían por el pueblo los tejeros, el grupo lo componían 2 o 3 matrimonios venidos de la zona de Alicante que solían traer el resto de la familia (mujer y algún hijo mayor que también ayudaban), permanecían unas temporadas por los pueblos fabricando tejas. Realizaban todo el trabajo, incluso se hacían su propio pan.

En Sarnago, las últimas “tejeras” se realizaron en los “Rincones”, concretamente en la “canterilla de los Vallejos con el Hoyo Juangil” y otra en la “solanilla que sube de la Virgen del Monte a los Rincones”, (parece ser, por los restos encontrados, que antiguamente hubo por otros lugares del pueblo). Cuando la expropiación forzosa del término de Sarnago, para su posterior repoblación de pinos, fueron derruidas con gran ensañamiento, ordenado por parte del algún capataz rencoroso (vamos una pena para nuestra cultura). Estas “tejeras” se dejaron de usar a mediados del siglo pasado. Coincidiendo con el auge de la emigración, a San Pedro comenzaron a llegar tejas de fabricación moderna.

Los meses que dedicaban a tal fin eran los de verano (junio, julio, agosto y septiembre) aprovechando la escasez de lluvias de estas fechas, mejorando el secado al sol de las tejas antes de su cocción en el horno.

El trabajo era muy duro, dado el calor asfixiante y la jornada era de sol a sol ¡Con lo largo que era el día, y lo tarde que anochecía!

Primero limpiaban bien la era donde colocarían las tejas para su secado al sol. En el suelo de la eras, fabricaban una especie de artesas que usaban para el amasado del barro. Esto se hacía, todos juntos y descalzos. Las herramientas utilizadas eran pocas y rudimentarias. Estas consistían en una mesa, donde se colocaba los trozos de barro con el que llenaban un pequeño bastidor metálico con las medidas de la teja; llenaban el bastidor presionando bien y rasando el barro sobrante. Seguidamente, arrastrando con el bastidor, lo dejaban caer sobre un molde de madera; con este molde se trasladaban hasta el punto de secado. Al retirar los moldes el barro ya tenía la forma curva de la teja.

Principalmente en esta labor la realizaban los hombres, mientras tanto las féminas arrancaban y trasportaban hasta la boca del horno las estrepas, que servirían para la cocción del material.

Una vez que ya disponían de la cantidad suficiente para hacer una hornada (entre 8.000 y 10.000 piezas). Comenzaba la preparación de la cocida. Primeramente se colocaban dos filas de ladrillo macizo en la base, para que el calor no fuese tan fuerte a las primeras hileras de las tejas. Seguidamente se iban colocando filas de tejas hasta completar toda la capacidad del horno. Tenían que tener mucho cuidado en el trasporte hasta el horno, puesto que el barro, al estar solamente seco (sin cocer) era muy fácil que se rompiera. Los ladrillos macizos también se usaban posteriormente en la construcción de las viviendas.

En la parte inferior del horno, había un pozo, donde se introducía la leña para la cocción de las tejas. Según comentaban los tejeros, el horno debía estar 2 días y una noche a fuego fuerte, hasta que la llama salía por la parte superior de las últimas tejas. Una vez que se dejaba de alimentar el horno, este estaba entre 6 o 7 días hasta que se enfriaba y se podía sacar el material. Una vez retirado todo el material, se comenzaba a colocar otra hornada, se solían hacer 2 cocidas al mes.

Algunos pastores se solían acercar hasta las tejeras en funcionamiento con ánimo de conversar y aprender algo. Alguno de estos pastores, los que más habilidad tenían para hacer dibujos con la punta de la navaja, solían dejar impresa su firma, pequeños dibujos de flores o animales en las tejas todavía frescas ¿Quién sabe donde habrán ido a parar aquellas pequeñas obras de arte? Cuando los chavales nos acercábamos hasta los lugares de trabajo, nos solían despachar, puesto que pensaban que éramos un peligro para  su trabajo y pensaban que podíamos destrozar toda su labor.

Al finalizar el trabajo, era hora del reparto del material. Eran transportadas a lomos de caballerías, (50 o 60, piezas, las más débiles y hasta 100 las más fuertes) hasta los lugares de destino. Cada cual, de Sarnago o de otros pueblos, se iba llevando las que había encargado, previo pago de su importe, que siempre eran más baratas que adquirirlas en el mercado por medio de intermediarios. El Ayuntamiento les cobraba un alquiler, como pago por usar la tejera. Como esta gente venía a por dinero, que se lo ganaban con mucho sudor, no pagaban en metálico sino en material. Este material, adquirido por parte del Ayuntamiento, era posteriormente revendido a los vecinos que necesitaban unas pocas tejas, para pequeños arreglos de  algún edificio.

Como he dicho anteriormente, la tejera de Sarnago, fue destruida completamente, de una manera salvaje, por parte de las máquinas que vinieron para la repoblación de pinos. El “Ángel Exterminador”, montado en su máquina, a las órdenes de su encargado, que le decía “dale fuerte, más fuerte hasta que se caiga, que es de Sarnago”.  En el término de Fuentebella, a escasos 2 Km se encuentra una tejera que se salvó de esta barbaridad. ¿Qué delito había cometido la tejera de Sarnago para que fuese tratada de esta manera? ¡Seguramente, entre sus escombros, estarán los mejores pinos de la comarca!

Para quien le interese descubrir la tejera  de Fuentebella, voy a explicar como llegar hasta sus inmediaciones. Pasado Sarnago, subiendo por el camino que nos lleva hasta la cumbre de la Alcarama, encontramos un cruce con 4 caminos y 2 cortafuegos. En este lugar hace poco que han construido un refugio totalmente cerrado y sin un mísero porche donde se pudiese refugiar alguno de los numerosos excursionistas que transitan por la zona, en un día de tormenta. En este cruce de caminos, tomaremos el de la izquierda, que nos conducirá hasta los altos de Acrijos. Desde estos altos y en los días claros se pueden observar los Pirineos. Una vez en el camino, en la primera curva entramos en el término “El Palancar”, el camino desciende una pequeña pendiente y una vez llegado a la parte baja hay una curva a la izquierda, si observas detenidamente a unos 100 m. del camino se encuentra la “ tejera de Fuentebella”. Lo que hasta hace pocas décadas servía para la producción de tejas, en la actualidad es refugio de ciervos, jabalíes o excursionistas.

 Los adobes

 Estas piezas se usaban para la fabricación de tabiques.

Era en el término “El Beberillo” donde se elaboraba dicho material. Había tierra y agua suficiente y estaba cerca del pueblo, alrededor de 500 m.

La tierra se mezclaba con paja y agua, de esta forma se conseguía menos peso y algo de aislante. Una vez hecha la masa, se colocaban en el suelo las adoberas, que solían ser dos pero unidas una a la otra, de esta forma se podían hacer dos cada vez. Se llenaban de barro y se presionaba, se enrasaba para quitar el sobrante y de esta forma dejar los adobes todos iguales. Seguidamente se retiraban dichas adoberas y se dejaban los adobes secar al sol. Se repetía esta operación hasta acabar con toda la masa. Una vez secos se trasladaban lo antes posible a casa, puesto que se carecía de instrumentos para poder taparlos, se corría el riesgo que viniese alguna tormenta y acabasen todos deshechos.

 La cal

 La cal se usaba como sustituto del cemento, para revestir las fachadas de las viviendas.

Como construir una calera llevaba mucho trabajo, hacía falta reunir a 15 o 20 personas.

En primer lugar se buscaba el terreno adecuado. Este tenía  que tener bastante desnivel,  de forma que la boca del horno,  por donde había que introducir el fuego quedase en la parte inferior del terraplén. También se intentaba hacer el horno en el terreno de algún socio, que cumpliese esas características, si bien cuando se acabase con toda la faena, se recomponía la pieza en cuestión. Este terreno también tenía que estar cerca de la materia prima “las losas”, para que su acarreo fuese lo menos pesado posible, dado lo abrupto del terreno dicho traslado no se podía hacer por medios mecánicos, carretillos, etc., únicamente se realizaba a mano.

El primer cometido era la distribución del personal, cada grupo se dedicaría a una tarea en particular.

Unos hacían el pozo para el horno. La altura de este dependía de la cantidad de cal que se quería conseguir. Su diámetro, el mismo en la parte superior e inferior, variaba entre 2 metros y medio y 3 metros. En la base del horno se cavaba un agujero, entre medio metro y un metro de profundidad, el diámetro era un circulo concéntrico de 1 metro menor al resto del horno; dejando, en todo su alrededor,  un escalón de alrededor de medio metro. Este agujero servía para ir introduciendo la leña correspondiente.

 Se comenzaban a colocar las losas, todas de canto, se iba cerrando poco a poco formando una bóveda. Una vez formada esta, se seguía colocando losas hasta llenar todo el pozo y siempre la losa de canto.

Otro grupo arrancaban losas, con pico y barra, y las acercaba hasta el lugar donde se estaba construyendo el horno. No importaba el grosor de las mismas, pero sí que fuesen de color azul, eran mejores para la cocción y la cal salía más blanca.

El resto del personal, se encargaba del combustible para el horno, “ulagas” y demás. Se arrancaban, se preparaban en fajos y eran transportadas hasta la boca del horno.

Una vez armado el horno y las ulagas” en las cercanías, se procedía a encenderlo. Tenía que estar ardiendo durante 2 o 3 días, con sus respectivas noches, a fuego fuerte y sin parar en ningún momento; esta duración dependía de la capacidad del horno. Al principio, la leña ardía como si fuese un sifón. Transcurridos 1 o 2 días, las llamas empezaban a asomar por la parte superior del horno, por la noche parecía como un montón de ascuas. Las losas, según iban quemándose, se resquebrajan y se iba tapando los huecos existentes entre las mismas. Mientras el horno siguiera admitiendo fuego, había que seguir alimentándolo con “ulagas”, cuando ya no admitía más, era señal de que la losa ya estaba quemada.

Hacia los años 50 se construyó la última calera, en el término “Collado de  Valdivañez”. Sus dimensiones eran bastante grandes y es por ello que casi se queda sin combustible para poder terminar con todo el proceso Una vez agotadas todas las ulagas, que se habían traído hasta la misma, tuvieron que ir hasta el “Vallejo de las Hayas” y traer 12 o 14 cargas de estrepas y para poder terminar.

La época de construcción de las caleras venía siendo en primavera. Se dejaba todo el verano para que se fuese enfriando poco a poco. Si en este tiempo caía una tormenta, mejor que mejor, la piedra esponjaba y se iba deshaciendo, convirtiéndose en polvo.

Cuando la calera estaba fría, Octubre o Noviembre, llegaba la hora de sacar el material resultante. Había que trabajar con mucha precaución, puesto que al ser cal viva se podían producir quemaduras. Una vez extraído el material, el horno (al ser de tierra) quedaba muy dañado y bastante deformado; en definitiva, no se podía volver a usar. Por esto se procedía a su derribo, para evitar accidentes de animales o personas que pudiesen caer a su interior.

Otros lugares donde  con anterioridad  se habían construido otras caleras fueron: “Valdezaguera, el Centenar y el Hombriazo”

Sarnago

 Las Tablas

 La fabricación de las tablas, también se realizaba en el pueblo. La madera de chopo, se cortaba en “Horcajo”, se dividía en trozos de 2 metros y se amontonaba en pilas donde posteriormente sería aserrada. Para esta tarea, hacían falta varias personas, llamados “aserradores”.  Primeramente se construía un “burro”, esta herramienta consistía en colocar unos palos tiesos y otros tumbados sujetos a los anteriores por medio de cuerdas o clavados unos a otros, donde posteriormente se iban colocando los troncos a serrar.  A modo de tiralíneas se usaba una cuerda y paja quemada, para ir marcando por donde tenía que pasar la sierra.

“El Estroza” de San Pedro y su cuadrilla, solían ser los encargados de hacer esta labor, por cierto tenía que ser muy dura. El “maestro”, subido en el burro, era el que llevaba la orientación de la sierra y el que tiraba de ella hacia arriba. En la parte inferior se colocaban un par de hombres, que a golpe seguro, tiraban de dicha sierra, haciendo la fuerza necesaria para que al bajar penetrara en la madera y fuese haciendo el corte. En cada movimiento se conseguía avanzar entre 10 o 15 centímetros. La sierra era enorme, medía entre 2 metros y medio y 3 metros de largo por 20 centímetros de ancho. Dadas sus grandes dimensiones, una vez introducida en le corte era difícil que se desviara, esto siempre bien dirigido y supervisado por el que hacía de maestro.

Primeramente se cuadraba el tronco, cortando los cuatro lados exteriores (llamados costeros), dado que estas tablas eran bastante irregulares en grosor y anchura se usaban para hacer las pocilgas y estajados para las ovejas (vallas usadas para dividir una majada en varios compartimentos).

Una vez cuadrado el tronco se procedía a sacar los tablones, su grosor dependía de su posterior uso.

Para el trabajo de carpintería, puertas, ventanas, mesas, etc. se encargaba a algún profesional de San Pedro, “el Pierres” u otras veces algún manitas del pueblo como por ejemplo al “tío Román”.

 Dentro de este capítulo, y aunque no tenga mucho que ver con la construcción, me gustaría hacer una pequeña reseña de cómo se fabricaba el carbón vegetal. Muy usado en la época para las fraguas y para las cocinas económicas.

 El carbón vegetal

 La última carbonera realizada en Sarnago se hizo hacia los años 1945 o 1950. Los carboneros venían de Trébago y Fuentestrún. Compraban un lote entero de robles, en “la Virgen del monte, en el Prado de los Rebollos, etc..”

En primavera se procedía, por medio de hachas, a cortar todos los troncos que se usarían con posterioridad. Se colocaban tiesos, formando una pirámide. Una vez colocados todos los troncos, se recubrían con hojas de los árboles y maderas, a modo de sujeción de la capa posterior de tierra con que era totalmente cubierta la carbonera.

La finalidad de taparla entera con tierra, no era otra, sino la de impedir que la madera llegase a arder y esta debía requemarse poco a poco. Si las llamas llegaban a salir al exterior, no servía por haber perdido las calorías que el carbón necesitaba.

Las carboneras eran vigiladas día y noche, cuando se abría algún hueco se tapaba rápidamente para impedir que esta ardiera y se perdiera todo el trabajo. Cuando el carbonero pisaba la pirámide y esta “crujía”, era señal que ya estaba a punto. Seguidamente se procedía a tapar las bocas inferiores, que habían permanecido abiertas para que entrara oxígeno para la combustión interior. Llegados a este punto, y hasta que se apagaba totalmente, la vigilancia tenía que ser más exhaustiva; puesto que corría  el peligro de abrirse algún otro agujero y comenzase a arder de nuevo.

A los 8 ó 10 días, una vez apagada y fría, se procedía a derribarla y se iba sacando el carbón vegetal y el cisco. Hasta el puente de la Dehesa de San Pedro era transportado en capazos a lomos de caballerías y aquí, a su vez, cargado en camiones y galeras para su transporte hasta los lugares de consumo. Los camiones de la época no eran muy grandes, por tanto debían hacer varios viajes. Cuando aparecía alguno con más capacidad, se comentaba con asombro “este carga un vagón”, lo que en aquellos años suponía 10.000 Kg.

© José Carrascosa Calvo

 

 

Los milagros del vino

 

Cuando Noé plantó las primeras parras le dijo Dios, Nuestro Señor, primeramente, las regarás con sangre de león, después con sangre de mono y finalmente con sangre de cerdo. Por eso, cuando tomas los primeros tragos, te sientes fuerte como un león, al seguir bebiendo haces como el mono, monadas y tonterías y por último tomas la sangre del cerdo, y haces como éste, dormir y roncar.

Uno de los milagros (según  las Sagradas Escrituras) que Jesús hizo fue en las bodas de Canaa, cuando éste y su madre la Virgen María, asistieron ha dicha boda. Al faltarles el vino, la Virgen dice a Jesús, “no tienen vino”, mandando Jesús a los criados llenar de agua todas las tinajas de la casa. Cuando estaban llenas, les dice, sacar de ellas y beber de ese excelente vino, quedando sorprendidos todos los invitados.

Cubas de vino en La Guardia (La Rioja)Cuando el vino se comercializaba a granel, la mayoría de los taberneros querían imitar a Jesús, echándole agua al vino, por lo que conseguían mayor cantidad, pero peor calidad.

¿Qué más le echaban al vino? Pues cuando bebías un par de vasos, te dolía la cabeza, y el vaso o porrón se manchaban de un barrillo fino de color vinagre. Vinagre no había que comprar, pues a los pocos días de comprar el vino ya podías componer la ensalada, todo eran ventajas, con una compra tenías dos productos, como en el super 2x1.

Los que se consideraban pudientes o riquillos, tenían todo el año el vino en casa, comprando por garrafas en San Pedro Manrique, al Chupena, al Agustín, al Orte y algún otro, pues eran los que decían que su vino no llevaba ni agua ni polvos. Las compras se hacían por decalitros y por cántaras, se utilizaban las dos medidas. El decalitro, como bien dice, 10 litros, la cántara, 16 litros y 13 centilitros. La cántara tiene sus derivados, cuartilla, 4 litros, azumbre, 2 litros y cuartillo ½ litros. Todas éstas con sus correspondientes centilitros o mililitros.

Cuando llegaba la primavera y las faenas del campo eran más fuertes, ya todos tenían el vino en casa, pero para no andar comprándolo por garrafas, se solía ir a otros lugares. Unos a Cornago, pues “ la Michula” había construido unos depósitos de cemento, que llenaban con cubos o cisterna traídos de Fitero. Otros bajaban a Cornago con las caballerías que dejaban atadas, y con los pellejos en el coche de línea a Fitero, donde hacían la compra para regresar otra vez a Cornago con el preciado líquido, que cargado en los animales regresaban otra vez al pueblo. 15 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, total 30 kilómetros. Todo esto por una senda de cabras, que era el único camino. Otros lo hacían a Grávalos, con otros 10 ó 12 kilómetros más, total 25 ó 30 k. El camino de Grávalos, no era senda de cabras, más bien parecía senda de liebres. Al subir por la cuesta de los Pericos, las caballerías parecían ponerse de manos, de lo empinada que era la cuesta. Ya coronada la cuesta, hay un llano hasta llegar al pueblo, donde te recibían los bodegueros o pequeños cosecheros y el garapitero, que era el encargado de acompañarte y el que hacía la medición.

Quintanilla de Tres Barrios. Reponiendo energías. Un alto en la faenaBueno, empezaba la faena, había que probar los vinos, un vasito aquí con un trocito de jamón, otro vasito allá con otro trocito de bacalao seco y así sucesivamente, y entre un vasito, un bocadito, otro vasito y otro, ya no sabías que vino comprar, pues todos eran buenos. Después de hecha la compra, te llenaban la bota para el camino. A la hora de cargar para venir, se formó una tormenta que tuvimos que dormir en Grávalos. Al día siguiente, cargamos y emprendimos el viaje, una mañana de primavera, pues exactamente era el domingo anterior a la Santísima Trinidad, domingo de Pentecostés.

Al salir, dice el Evaristo: “Vamos por la pradera de Valencia, que rodeamos más, pero es menos cuesta”. Y fuimos a salir a la Pozana, total 10 ó 12 km., más. Aquí en este lugar había buena y abundante agua, y una extraordinaria hierba para las caballerías, por lo que decidimos descargar para almorzar y que las caballerías también gozaran de la buena hierba. Y como dice el refrán, “esto es coser y cantar”, hasta que el caballo del abuelo Félix se echa a revolcar  y rompe la cincha. Con nuestros cinturones y unas cuerdas improvisamos el arreglo de la cincha para poder llegar al pueblo.

Cuando coronamos la Cabeza del Calvo y ya los Vallejos abajo, veíamos como por el puerto de Oncala se estaba formando una tormenta. Al llegar a Horcajo, se oyen los primeros truenos. ¡Arré, caballo, macho tira pa lante!. En el Ejido empezaron las primeras gotas, pero ya en el pueblo parecía diluviar. Como podréis observar las puertas en los pueblos eran de dos hojas, y el caballo del abuelo Félix, no dio tiempo a abrir las dos, por lo que cuando estaba una abierta, empujó y se metió dentro. Fue tal el empujón, que reventó uno de los pellejos, callendo el vino al suelo y no pudiendo recuperarlo por quedar mezclado con el agua de la tormenta. Pues como no estaba Jesucristo ni los taberneros de los pueblos, “se acabaron los milagros”.

© José Carrascosa Calvo

José Carrascosa en la Cena de la Trinidad

Recuerdos de Sarnago (2)

 

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