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LA SAL DE LA VIDA, LA SAL DE LA MUERTE

Isabel Goig Soler

Edita: la autora (bubok)

Portada y foto: Toni González Blanc

Soria, 2012

 

Isabel Goig Soler inicia con esta novela, escrita entre Creixell (Tarragona) y Soria, la publicación en bubok de algunos de sus trabajos. La sal de la vida, la sal de la muerte, es una reflexión sobre una vida extensa -cien años-, e intensa, la de doña Ática, maestra de un pueblo imaginario, donde la industria de la extracción de la sal es la base de la economía. Doñática, vive la mitad de su vida haciéndose la sorda, y la totalidad de ella tratando de esconder sus orígenes, nobles, aunque para ella supusieran, en su infancia y primera juventud, una losa pesada. Un soliloquio sólo interrumpido por su única nieta, Leonor, que transcurre en el pueblo imaginario de Loma del Águila, donde pasa los veranos, y junto al balcón, donde espera que le lleven el tradicional ramo de flores de los cien años. Mientras ella, mentalmente, repasa su vida, en el pueblo está a punto de desentrañarse un misterio largamente escondido.

 

“Cuántas generaciones desasnando muchachos de este pueblo para nada, para sentirme frustrada. Con Ignacio fue la peste, no fue buena idea mezclarle con niños más o menos sanos, el pobre no tenía la culpa de pertenecer a esa familia llena de títulos de propiedad, ser hijo único y cómo le educaron, madre mía, era un cabroncete. Los pobres colonos además del hambre tenían que aguantar al niñato, los arrebatos del niñato, la dichosa escopeta de perdigones que les destrozaba los pobres cacharros de barro colocados con mimo de pobre sobre las estanterías y vaseros de la cocina, apoyados sobre mantelitos primorosos de puntillas pobres, pero blancos de azulete, de sol, regados con esfuerzo, a mano, para que se secaran una y otra vez y el sol los dejara impolutos, y de pronto, rasgados, agujereados, por el destripe de los paupérrimos cacharros que en su agonía soltaban encima de los tapetitos la harina cernida para los sobadillos, la oscura para envolver las anguilas, las guijas, que parecían los vaseros una carnicería, peor que cuando mataban la gallina vieja para el caldo de parida y limpiaban hasta las tripas para tostarlas con la sal, la maldita sal de este pueblo. Y el acordeón del niñato, cuánto debía pesar, yo no lo supe, pues cuando se lo estampé contra los adoquines, qué digo adoquines no había todavía, contra el majano, era tanta la rabia que me resultó ligero como las plumas, él lo hacía cargar a los chavalillos sólo para reírse cuando al crío se le doblaban las piernas como si fueran alambres sosteniendo un pilar, hasta que el Macario al caerse se rompió un hueso de la pierna.

Qué has hecho Ática, con lo que es esta gente, tendrás que disculparte, antes prefería volver con mi madre, hasta morir de hambre, que disculparme. No estaban los tiempos para hacer eso, para romperle al niñato el acordeón, Leandro recién muerto y la chica con quince años estudiando en la capital y yo remendando aquel vestido morado con encaje beige en las solapas, pegando las botas de goma, esas botas que casi me hacen perder una pierna de lo que me reblandecían la piel, pero eso o la sal, los cristales de la sal que flotaban por el aire, quemaban las plantas, subían de los charcos, es que eran pura sal los charcos.

Disculparme ni hablar. Es más, cuando le vi con la escopeta se la rompí también, cargada y todo, que me pasaron los perdigones rozando la cara, ah, y cómo lo agradecieron todos, en secreto desde luego, pero vaciaban sus pobres despensas para traerme escondido en las sayas todo lo que podían, chorizo para mí y berzas para ellos, hasta que no les cogí nada más, pobre gente, tuve que explicarles porqué no aceptaba sus regalos, no sé si lo entendieron, no puedo aceptaros todo eso, la chica y yo no necesitamos tanto y vosotros sois muchos en casa, además que me sentí bien cuando lo hice, que el premio estaba en la acción, y me miraban con ojos trastornados, pensado lo habrá hecho porque ha enloquecido por lo del Leandro, no, no fue por eso, de verdad María, no te lleves este chorizo, pero no traigas nada más, cuando yo quiera una berza te la pediré o patatas, pero vosotros sois muchos, pero usted Doñática le da clases a mi muchacho de noche, sí, eso me gusta, así no echo tanto de menos a Leandro, y tu deberías venir, yo ya no tengo edad para aprender a leer, pero mujer si vienes a casa te enseñaré a hacer bolillos, mire eso sí, pues ven esta noche y empezamos. Y así con una y con otras, y las pobres, agradecidas porque ya el obtuso de Ignacio no les rompería las vasijas, no se atrevería aunque le compraran otra puta escopeta”.

 

 

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