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AL OTRO LADO DEL PUENTE

Isabel Goig Soler

Ilustraciones: Jaime del Huerto
Edita: Santos Ochoa
Imprime: Santos Ochoa
SORIA 2006

 
 

 

La historia que me contó Santiago

Hace años, cuando Santiago y yo vivíamos en esa edad que se balancea entre la juventud y la sensatez, mostrándose remolona para abandonar la primera, nos conocimos. A él le gustaba escribir poesía, pintar y dirigir teatro y a mí recitar, vivir y desear interpretar el papel de Bernarda Alba, cosa que nunca le dije, tal vez si lo hubiera hecho lo habría conseguido, y una cosa es desear algo y otra muy distinta que los dioses nos castiguen concediéndonosla.

Ese amor por la poesía llevó a Santiago a publicar un libro azul y blanco, con ventanas por donde habían entrado y salido tantas vidas e historias que agotaron la madera y oxidaron los herrajes. Lo dedicó a Janis Joplin, Pink Floid, al muchacho con querencias de viento en la noche madrileña, a Isadora Duncan que confundía el reflejo de la luna en el mar con mercurio, y a todos los recuerdos todavía frescos de unos años diseñadores de la memoria de su vida.

Algunas veces nos reuníamos en su Arcadia particular, un estudio con primores de bordados y antiguas copas de cristal tallado. Nos acompañaban, además de otros amigos, algún vino espiritoso, la poesía y la música y mis eternos cigarrillos a los que deberé ser infiel y desleal algún día. Allí vivíamos intensamente las horas que nuestras obligaciones nos dejaban libres, que casi siempre eran las nocturnas.

Esa vida, esas cosas que nos van sucediendo mientras deseamos que sean otras las que nos visiten, nos fueron distanciando. Unos años más tarde, él me telefoneó. Siempre es Santiago el que me telefonea, yo soy más distante, pero nunca se ha quejado, ya se sabe que en la amistad, como en el amor, uno aporta más, o la cuida mejor, y ese es él, quien, por cierto, nunca me ha hecho ningún reproche, y siempre se ha conformado con decir “ya te conozco”. Así son los amigos.

Cuando, gracias a esa llamada nos volvimos a encontrar, faltaban tres personas en nuestras vidas. Sus padres, fallecidos en el espacio de unos meses, y mi compañero. Fue duro, pues ninguno de los tres tenía la edad en que se considera razonable que alguien se vaya para siempre, pero como es un sentimiento que todos padecemos a lo largo de nuestras vidas, lo dejaré ahí y que cada cual ponga su acento.

Volvieron a discurrir años en los que la amistad se mantuvo aletargada a la espera, otra vez, de una de sus llamadas. Santiago había marchado a tierras lejanas y yo anduve muy entretenida, dispersa, dejando que los días pasaran, muy deprisa por cierto, a la vez que me envolvía el olor de los cominos y el color del azafrán. Mientras, tres personillas iban pasando del diminutivo al aumentativo hermoso, dando otro fruto pequeño que se convertirá, creo y deseo, en alguien tan especial como la línea que le antecede.

Cuando de nuevo volvió Santiago a nuestra tierra, cayó en sus manos uno de mis libros y algún relato de esos que me inspiran los ancianos, los poseedores de la sabiduría, le debió gustar, pues me dijo “tengo que contarte una historia”. Y cuando alguien me dice eso, todo mi metabolismo se pone en marcha y la razón, esa cosa indefinible que se empeñan en llenar de circunvoluciones y llamar cerebro, se confunde con los sentidos y la historia comienza a fraguarse.

Y Santiago me contó una historia, en efecto, muy cercana a él, de amores, pasiones, felicidades y tristezas, como todas las historias, como todas las vidas. Era, ni más ni menos, que la historia de amor de sus padres. Comenzó la contera durante la comida y continuó en los paseos de la Alameda, cuando el otoño comenzaba a soplar a unos árboles debilitados por el esfuerzo del calor, haciendo, paradójicamente, que perdieran sus vestidos. Como han transcurrido pocos meses, lo recuerdo muy bien. Yo tomaba notas en una hermosa libreta que hace años me regaló mi hermana Luisa, empeñada en que la muchacha que Hopper retrata en la portada le recordaba a su hermana mayor en la prehistoria de su vida. Sabía que los apuntes servirían de poco, pues las imágenes iban quedando grabadas y yo tenía ya la historia dentro.

Diez páginas blancas quedaron escritas. Pensaba en lo delicado del encargo, en la maravillosa posibilidad de dar forma a personajes y situaciones para mí desconocidos, pero que habían existido y de los que no poseía, en varios de los casos, más que unas pinceladas transmitidas y confiadas amistosamente por Santiago pero necesariamente subjetivas, a las que yo tendría que añadir mi propia subjetividad.

Unos días después pasé la mañana con Santiago recorriendo los lugares de su infancia. Visité la vieja estación, esos edificios evocadores de historias humanas, con las vías colonizadas por cardillos y el letrero azul descascarillado donde el nombre del pueblo adquiere una importancia insospechada para los propios habitantes, un nombre que será repetido una y otra vez por todos los viajeros que posen sus ojos en él. De la casa de la infancia no quedaba si no el solar desde donde podía verse la carretera que su padre cuidaba con esmero y por donde Santiago vio una vez desaparecer al rey Baltasar. El río Grande se adivinaba al fondo. Era otoño y los otoños del año, como los de la vida, son capaces de hacer que las historias se escriban.

Después volvimos a recorrer esos lugares varias veces, aquí estaba la fuente, con la palma rizada jugábamos. Un día me acerqué en tren hasta su pueblo y le esperé por la orilla del río Grande hacia donde caen las ventanas del palacio de Rosa. Cuando llegó le pedí volver al solar sobre el que estuvo su casa y allí, mientras veíamos correr el agua por el canal en busca de la tierra del maíz, le pregunté qué sentimiento de su infancia recordaba con más fuerza. Giró la vista pasándola sobre las encinas al otro lado de la carretera ahora gris, pero la misma amarillenta de su padre, se detuvo un momento en los chopos de la ribera del río, en la estación del tren sobresaliendo apenas por la curva del camino y luego subió la vista al cielo azul de preciosas nubes de algodón y dijo el silencio y el cielo, fue una infancia distinta al resto de los niños.

Me faltaba hablar con Elvira, hermana de Santiago. Ya estaba la novela casi acabada cuando, por fin, un día comimos los tres en la encantadora cocina de la casa de Santiago, un espacio que mira hacia las ruinas de un jardín romántico, rodeado de salas decoradas con preciosismo de pinturas y luces, con libros de arte y filosofía, con cortinas de encajes de bolillos de la abuela Leonor e iniciales bordadas de antepasados poco cercanos. Por allí, tendidas a nuestros pies, atentas al menor movimiento, nos miraban las perritas Rata, Piluca y Hanut y las gatas Maruja y Memé, los animalillos casi humanizados que comparten la vida con Santiago.

Elvira pasó la tarde emocionada, lloraba con frecuencia recordando la historia, mostrándome fotos de la familia argentina: de Asunción, Francisco, Micky, Enrique, Eva, Dóride, Joaquín, Olga, Raúl, Eduardo, Andrés, Silvia... Y, gran sorpresa, de los protagonistas directos de la historia: los abuelos Tana y Juan, en una foto que aún no se mostraba sepia.

Lo que sigue a continuación es la historia de Santiago, la de sus padres y la de sus abuelos, tal y como yo la he pensado, tal y como los personajes han querido que sea. Ya se sabe que los personajes, cuando se crean, caminan solos. Yo he tratado de controlarlos, a veces lo he conseguido pero otras se han rebelado.

© Isabel Goig

Ficha de la autora

 

 

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