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CUENTOS QUE NADIE ME CONTÓ

Carlos Robredo Hernández-Coronado
robredo.cr@gmail.com

Edición propia, 2003

 

Hace unos días mi amigo José Vicente Frías me entregó un manuscrito que lleva por título “Cuentos que nadie me contó”, y cuyo autor es Carlos Robredo. Me dijo “podrías hacerle un prólogo, son muy buenos relatos y están perfectamente escritos”. Este es un comentario muy propio de Frías, preocupado por la buena sintaxis y mejor puntuación. Tiene el autor una casa en la villa episcopal,  frente a la Catedral, y El Burgo de Osma es la pasión de José Vicente. Todo aquello que esté relacionado con la villa lo siente, lo hace propio.

Pasé las hojas del manuscrito deprisa mientras tomábamos una cerveza y con esa insolidaridad que caracteriza a los que nos dedicamos a esto de escribir (aunque los que unen a la insolidaridad una buena dosis de envidia malsana no quieran reconocerlo) pensé que tal vez no eran tan buenos. Por la noche había leído los veintidós relatos.

Son buenos, pueden creerme, y están muy bien escritos, aunque eso, en creación, no sea demasiado relevante, quiero decir que no engancha, no invita a seguir, en cambio el saber crear una historia en cada uno de los relatos, el saber finalizarla manteniendo el interés desde la primera a la última línea es, a mi modo de entender la creación literaria, fundamental.

Y eso es, precisamente, lo que hace de forma natural –se nota la naturalidad- Carlos Robredo en sus pequeñas-grandes creaciones literarias, en las que ya tiene maestría, pues hace cuatro años publicó otra recopilación de relatos, “De los vivos y las muertes”.

Yo haría varios apartados para hacer un comentario de este trabajo, o los haré, cuando se haya convertido en libro. Pero para escribir unas líneas que introduzcan los relatos de Carlos Robredo, en lugar de apartados prefiero decir que el autor se ha adentrado en diferentes tipos de personas para crear sus personajes. Es verdad eso de que los escritores somos vampiros que vamos por ahí con los ojos y los oídos muy abiertos y diciéndonos constantemente esto es un relato. Luego esa historia primitiva no la conocen ni los protagonistas, pero ha sido la base de un relato, una historia, una novela o una charla.

El autor, como digo, se ha adentrado en varias mentes. Una de las secuestradas es la de un demente, que en Confeso va a mantener la atención del lector a través de una misiva que un personaje importante escribe a un comisario. Otra es la de Simetrías y equidistancias, capaz de matar a una mujer que no se deja centrar por el ojo maniático del protagonista, naturalmente de forma involuntaria pues la pobre mujer no tiene ni idea de las obsesiones del tío que la sigue sin poder equidistarla. Y en la mente de Un niño prodigio, nacido para triunfar sin permiso de la sociedad.

En otros relatos la demencia resulta justificada, es una locura ante la impotencia que no encuentra más salida que la muerte, como en el relato que abre el libro, Cachas de madera, donde el lector va a esperar precisamente ese desenlace. O en El refugio y en Liberación.

Entre macabro y surrealista resultan Clínicamente sano  y Javierito está triste, en los que, en dos folios el primero y cuatro el segundo, logra desarrollar unas historias completas, redondas, donde no falta, ni por supuesto sobra, ni una palabra. Surrealista y descrita a la perfección es la historia de La madre de todas las batallas.

El pasota, el caradura, tiene su reflejo en Casi un día normal y La cita. Al añadirle una pizca de ternura, el autor ha creado Insomnio (la frase final es genial) y El fantasma. Ternura en estado puro es la bella descripción de un adolescente hecha por su maestra en Horizonte de abetos. Mezclada con tristeza ha dado el resultado de La última fracción. Con la nostalgia La galerista.

El desconcierto tiene cabida en la obra de este escritor en el bello relato Desde la platea. En el rítmico Pudo ser un sueño, donde nos muestra la posibilidad de que una mujer de más de cincuenta años adopte comportamientos adolescentes y maravillosos, por muy psiquiatra que sea. Como desconcertante resulta la lectura de Soltar amarras.

He reservado, a propósito, dos para el comentario final. Si bebes no conduzcas y El bosque andariego. Poco más de tres folios cada uno. Geniales. El primero tiene tres protagonistas: Andoni, el empleado de discoteca que no bebe y disfruta con las salidas del sol, el monseñor que acude a la bendición de un convento y el chófer que le conduce a su destino. Y el desenlace tan real como la vida misma, cada cual demostrando lo que aparentan y lo que en realidad son. Con el segundo, El bosque andariego, me he trasladado a mi Mediterráneo, aunque Carlos Robredo hace caminar a sus viejas sabinas hacia el Atlántico. Con sigilo, por las noches, el bosque se desplazaba unos metros hacia el Oeste, se deslizan por los cauces de los ríos, atraviesan aldeas y nada ni nadie puede detenerlas, tardaron siglos, buscaban el sol, descubrían que el sol todavía se ponía más lejos, atravesaron el océano. Al final, de las sabinas quedaron “sólo leves arañazos sobre la tierra, que son eternos surcos en los resecos rastrojos de Castilla”.

Los cuentos que nadie le contó a Carlos Robredo son historias cortas e intensas, tintadas de locura creativa (como casi todas las locuras), de ternura que a veces se resiste, de belleza narrativa en sazón, ágiles, sin ese recargo empachante con que se empeñan algunos narradores en hacernos infelices.

Reconozco que ayer, mientras me afanaba en la búsqueda de setas, pensaba en los relatos de Carlos. Me fijaba en los acebos con forma de dedal y pensé en la dificultad para descender de Garagüeta en busca del océano. Recordé a Tere, de Pudo ser un sueño, y me recorrió un escalofrío al sentir ya lejana la locura del amor adolescente, pudiendo vivir en la casa de la tranquilidad.

Y me dije que eso es precisamente lo que se debe pedir a un relato, que después de haberlo leído, y mientras se practica una actividad tan entretenida como buscar setas por ejemplo, por un momento, a la vez que se corta con cuidado un coprinus, se sonría, o se entristezca, pensando en lo leído.

Es un placer para mi hacer este pequeño prólogo a los relatos de Carlos Robredo y sobre todo recomendar su lectura. Me he sentido identificada con él, en primer lugar por que sé el trabajo que conlleva, la angustia a veces, el ponerse delante del teclado, o del folio, con toda la ilusión, la idea ya macerada, y sentir que no sale esa idea como queremos y es necesario volver a empezar, o dejarlo para el día siguiente. En ocasiones las cuartillas se llenan sin dificultad pero, al dejar caer la cabeza en la almohada acude otra idea, u otra forma de desarrollarla, y se enciende la luz, se baja el volumen de la radio y la hora que marca el reloj deja de tener importancia.

Y, se me podrá preguntar ¿entonces por qué escribís? ¡Ah!, eso es inevitable. Se es escritor cuando no se puede dejar de escribir, cuando se araña el tiempo, cuando uno desea que todo, excepto el hecho de escribir, pase rápido. Creo que ese aspecto de ausentes, esos ojos inquietos, esa necesidad de acabar cuanto antes la reunión, el vino que se toma en compañía, es la señal de que un relato o una novela nos está esperando en casa. Por eso, a veces, los que escribimos tenemos cara de locos. O, directamente, estamos locos, por fortuna.

También me he identificado con Carlos por la edad (dos años arriba dos abajo), por que residió, como yo, muchos años en Barcelona y por que, al parecer, ha encontrado, en Soria, su lugar en el mundo. ¿Cómo se sabe eso? le pregunta el hijo del protagonista de la película argentina “Un lugar en el mundo”, y el padre le responde cuando nunca te puedes ir de él.

Isabel Goig

Ficha del autor

Web de Carlos Robredo

 

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